domingo, 30 de agosto de 2009
Por fin se han enterado
sábado, 8 de agosto de 2009
Siete días por el Adriático
Mañana volamos a Barcelona, a las 12 de la mañana, para iniciar nuestro viaje. Tengo la sensación de que las maletas no cabrán en el camarote. La predicción meteorológica ha terminado por arruinar mis planes para un equipaje ligero. Todos los pronósticos consultados hablan de lluvia y tormentas durante toda la semana. Como es seguro que lloverá, harán falta impermeables; como es probable que se estropee la navegación, al menos algún día, necesitaré más ropa de calle.
Los presagios no son buenos. Habrá que acudir al adagio de los gitanos que, al parecer, no desean buenos comienzos para sus hijos.
4 de julio.
El avión salió de Sevilla con una hora y media de retraso. Llegamos sin novedad a Barcelona, donde el termómetro del taxi marcaba 33ºC. El taxista no conocía el hotel (Market) y, aparentemente, tampoco la calle (Pasatge S. Antoni Abad). De modo que Fran, que iba en el asiento delantero, tomó el mando, mapa en ristre, y orientó a la comitiva.
El Hotel Market nos sorprende a la llegada. Ante la puerta principal hay una extraña y enorme tarima de madera que parece provisional. Al entrar, una atmósfera singular nos atrae. Tras el mostrador de recepción me llaman la atención dos enormes armarios que se asemejan a las antiguas neveras de los bares, con puertas de madera. Mirando oblicuamente en la penumbra, hacia el interior del hotel, se presiente un restaurante de aire acogedor.
Al salir del ascensor, camino de la habitación, nos topamos con un gran retrato de Mao Tse-tung. El personaje se repite, como enorme mural warholiano, en la pared de la habitación, frente a la cama. La estética del cuarto repite la impresión que percibimos al entrar al hotel. Suelos antiguos de madera, la cama enmarcada bajo unas vigas de madera negra y apoyada sobre un panel, que ocupa toda la pared, de listones, también de madera negra. El cuarto de baño es un extraño espacio construido con elementos cerámicos y de piedra de color oscuro y algún elemento decorativo de aire oriental.
Sin apenas descansar salimos a dar una vuelta. Paseamos por las calles del Raval, lleno de todas las razas: negros, magrebíes, hindúes, orientales… y de pequeños comercios abigarrados: bazares, kebaps, locutorios, uno tras otro. El barrio es vivísimo, en su bullicio.
Poco a poco vamos dejando el Raval y nos vamos aproximando al Barrio Gótico. Las Ramblas son, quizá, la frontera. Intentamos, sin éxito, entrar en el Liceo. Dimos un breve paseo por el Barrio Gótico y, por la Vía Layetana, desembocamos en el Puerto Viejo. Un lugar espléndido, festoneado de terrazas con vistas al puerto deportivo. Y, al final del puerto, nuestro destino: el Restaurante Barceloneta, en el que habíamos reservado. No nos defrauda. Ocupamos una mesa en la terraza del segundo piso, con vistas inmejorables al puerto. Nos sirven con celeridad, quizá para promover una ágil rotación de mesas. Pero nosotros no estamos dispuestos a que la política de servicio del establecimiento nos estropee el momento que queremos vivir. Una terraza sobre el mar, la compañía, la comida, la temperatura, la luz del crepúsculo. Todo conspira para que gocemos del instante. Una cena magnífica.
5 de julio.
El taxi nos recoge en el hotel a las seis y cuarto. En las calles de Barcelona el día comienza a arrojar las rosáceas luces del amanecer, mientras aun resisten las botellonas nocturnas. El taxista es un chico joven que no deja de hablar, en castellano, con los colegas, por la emisora del taxi, lamentándose del cierre de un local. Pronto salimos de la ciudad y el taxi se encamina al aeropuerto volando bajo por la autopista y haciendo sonar a todo volumen una rumba de un tal ErPeche, que sonaba parecido a Estopa. Me llama la atención un extenso cementerio que se derrama por las suaves lomas que bordean la autopista al salir de Barcelona.
La rumba catalana, el charnego veloz y parlanchín, el cementerio, las botellonas, la luz del amanecer, crean una atmósfera extraña, algo surrealista.
Volamos en hora sin contratiempos. Lastimosamente, la suciedad de la ventanilla del avión me impide contemplar el perfil de la costa del Adriático y sus islas.
En el aeropuerto de Dubrovnik conocimos a nuestros primeros compañeros del barco: tres chicas de Valencia (esto lo supimos después) y dos chicos de Almería, que habían “dejado en tierra”, el día anterior, a dos amigos, uno de los cuales se había roto un brazo en Barcelona. María, enseguida, se identificó como paisana de los almerienses, lo que aceleró el contacto.
Entre el aeropuerto y Dubrovnik hay algo más de 15 Km. que recorrimos en la furgoneta que teníamos contratada. Por el camino comenzamos a familiarizarnos con el paisaje dálmata, de suaves lomas plagadas de pinos y cipreses, villas semiocultas entre la arboleda, algunas quizá suntuosas. Disfrutamos de magníficas vistas de la costa y de Dubrovnik, desde arriba. Distinguimos perfectamente la fortaleza y, sobre todo, los tejados de teja de un color característico de todo el caserío de la ciudad.
Al llegar al puerto nuestro barco estaba en cuarta línea desde el muelle, lo que hizo especialmente penoso el traslado de las maletas. El aspecto del barco es agradable. Tiene muchos elementos y muebles de madera que le dan una envoltura acogedora. Luego pudimos comprobar que otras embarcaciones similares tenían más madera que la nuestra. El suelo de cubierta está recubierto de una moqueta azul que debe ser muy cómoda y útil para evitar patinazos, pero afea el conjunto. El camarote, a primera vista, es mejor de lo esperado, al menos, más grande. Tiene dos camas de 80 de ancho y yo diría que de dos metros de largo, debajo de las cuales caben holgadamente las maletas. Un armario en el que podemos colocar toda la ropa, una mesita de noche y un cuarto de baño con lavabo, ducha y retrete. Si tuviera que ponerle una pega sería la escasa iluminación natural, que se limita a la que consigue entrar por un pequeño ojo de buey que da a la cubierta.
Nuestro barco se llama Papre Prvi (vaya usted a saber cómo se pronuncia) y es uno de los treinta que tiene la compañía Katarina Line (www.katarina-line.com). Realmente nosotros no elegimos el barco, sino que contratamos el viaje a través de la agencia Sunweb (www.sunweb.com) de Barcelona, que sólo comercializaba pasajes en ese barco. Supongo, aunque no lo he comprobado, que en la página de Katarina Line podrá contratarse el resto de los barcos.
Mati y los demás han decidido probablemente deshacer las maletas. Yo he preferido sentarme a la sombra, en la popa del barco, a escribir estas bobadas.
Salimos hacia el casco antiguo de Dubrovnik hacia las doce. Debíamos estar de vuelta a las seis y media, para el “discurso de bienvenida” del capitán y para cenar a las siete y media. Nos desplazamos en autobús de línea que, en un trayecto de unos 5 minutos, nos deja en la Puerta de Pile, la puerta oeste de la muralla que circunda el casco antiguo de Dubrovnik. Los billetes del autobús son más baratos comprados en un kiosco (ocho kunas) que directamente en el autobús (diez kunas).
Nada más atravesar la puerta nos damos de bruces con la imponente fuente de Onofrio, construida en el Siglo XV como parte de un sistema de abastecimiento de agua potable desde un manantial que se encuentra a doce kilómetros de distancia. En la plaza en la que se encuentra la fuente se halla también la Iglesia (sin culto) de San Salvador y un monasterio franciscano con un precioso claustro del románico tardío. Desde ese lugar contemplamos una perspectiva de la Placa, la bulliciosa vía principal de Dubrovnik. Tardamos en comprender la magnificencia de lo que se presenta ante nuestros ojos. Una ciudad que se ha mantenido sobre su traza medieval, construida casi toda en piedra, pavimentada de mármol, con numerosos edificios civiles, militares y religiosos que datan de hace tres, cuatro y hasta seis siglos. Hablaré algo más de ello cuando cuente la visita que hicimos el sábado siguiente.
Tras muchas dudas nos sentamos a comer en el restaurante Lokando Peskarija, una terraza del puerto antiguo de Dubrovnik. Pedimos unas ensaladas, arroces negros, chipirones a la plancha (que resultaron ser puntillitas) y una ración de boquerones fritos, de un tamaño inadmisible en España. La relación calidad/precio habría sido óptima en España. Aquí no tenemos aún noción sobre el precio de las cosas.
Después de varios días pudimos comprobar que puedes sentarte en cualquier restaurante, incuso en los mejores sitios, que rara vez la cuenta pasará de treinta euros por persona.
Hacía un calor sofocante y no resultó fácil encontrar un lugar fresco y agradable en el que tomar un café. Finalmente nos sentamos en una terraza con unas sombrillas enormes en la Placa, donde tomamos un buen café. Mucho mejor que los helados. En varios sitios que probamos a lo largo del viaje, todos los sabores eran un mismo sabor: algo dulce, frio y mantecoso, perfectamente prescindible. Definitivamente, en Croacia no tomes helados.
Dimos un último paseo antes de volver al barco, en el que, como suele ocurrir, encontramos mejores sitios donde comer o tomar café, que quedaron anotados para el próximo sábado.
Al llegar al barco, el “discurso de bienvenida” del capitán no es ni siquiera una metáfora. En su lugar, recibimos unas atropelladas explicaciones, en inglés, de un chica que creímos representante de la agencia de viajes, acerca de algunos de los pormenores del viaje.
La primera cena en el barco consistió en una sopa huérfana de pescado, un pescado desconocido bien frito, con guarnición de patatas cocidas y judías verdes. De postre sirvieron una fuente de algo que parecían buñuelos y resultaron ser unas piezas de una masa densa, vagamente dulce, que se dejaba probar.
La cuestión alimentaria o gastronómica merece un comentario. La impresión general que me llevo después una semana en esta parte de Croacia es que es el lugar del mundo, de los que yo conozco, en el que la alimentación es más parecida a la que conocemos en España. La comida en el barco era una comida, digamos que casera. Con sopas de verdura o de pescado, ensaladas de lechuga o tomate, pescado empanado, filetes rusos, guarniciones de judías verdes, patatas cocidas o pisto y cosas así. En las cartas de los restaurantes se repetían los calamares y los boquerones fritos, el arroz negro, los mejillones… No hago un juicio positivo de ello, sólo lo constato.
A última hora de la tarde llegaron al barco el resto de los pasajeros españoles, que venían en un vuelo procedente de Madrid. Finalmente, el pasaje estaba compuesto por veinte españoles y ocho ciudadanos de países anglófonos, aunque no quedó del todo claro su origen. Si yo fuera estadístico diría que el pasajero, en este caso, la pasajera tipo es mujer, fumadora y aficionada a la literatura sueca. Había tres grupos de tres y cuatro mujeres en el pasaje, por solo un grupo de dos hombres, dos single de distinto sexo, cuatro parejas sin hijos, una familia con dos hijos de unos veinte años y otra pareja con una niña de ocho años, Paula, que disfrutó ostensiblemente del viaje y nosotros con ella. Los pasajeros españoles fumaban casi todos. Yo les dije un día en el que todos los que estaban en cubierta estaban fumando, que estaba seguro de que habían elegido pasar sus vacaciones en un barco para poder fumar a todas horas. Respecto a la afición a la literatura sueca, esa es la conclusión a la que podría llegarse si se tiene en cuenta que seis o siete viajeros estaban leyendo simultáneamente alguno de los libros de Stieg Larsson.
La tripulación estaba compuesta por el Capitán, dos marineros, una cocinera y dos camareros, todos croatas. No diré que ninguno de ellos haya dejado alguna huella, ni para bien, ni para mal, en ninguno de nosotros. No obstante, algunas de nuestras compañeras comentaron que el capitán sí parecía tener cierto interés en dejar huella en el pasaje, particularmente, en su sector femenino. Por esta vez, sin éxito.
Después de cenar nos preparamos unos gin-tonics, con resultado discutible. Los hielos que tienen en el barco son del tamaño de bolas de naftalina y se derriten en pocos minutos, quedando un caldo tibio en el que resulta difícil reconocer al gin-tonic.
Una partida de cartas, muy reñida al final, fue la última actividad de un día que había empezado a las cinco y media y terminaba en ese momento, hacia las once y media de la noche.
6 de julio.
A las siete y media de la mañana soy el primer pasajero en aparecer en la cubierta. El día vuelve a ser espléndido, desmintiendo, aún con más fuerza, las predicciones meteorológicas, porque no se divisa una sola nube en el horizonte. A las ocho zarpamos en dirección a Korčula (léase Córchula), en la isla del mismo nombre.
El primer desayuno en el barco se repitió, más o menos, todos los días. Un café pasable, un vaso de zumo de origen incierto, buen pan tostado, mantequilla, mermelada y alguna otra cosa. En las aceiteras había un aceite de semillas de un color pálido que no invitaba a regar con él el pan tostado ni las ensaladas. Por una hija de María que viajó en el mismo barco dos semanas después que nosotros sabemos que en el barco había aceite de oliva. Pero había que pedirlo, pequeño detalle en el que no reparamos. Por lo demás, siendo Croacia un país productor de aceite de oliva, nos extrañó que sólo lo ofrecieran en algunos restaurantes, los menos.
Sobre las diez y media fondeamos en una cala, para bañarnos. Nuestra primera inmersión, propiamente dicha, en el Adriático. Disfrutamos como niños en su primer día de playa. Unas aguas cálidas y un mar tranquilo animaban a nadar hasta la orilla con las gafas de bucear. Vi peces parecidos a los que puedo ver en Zahara, otros de aspecto más inquietante, de los que procuré alejarme, muchos erizos y una preciosa estrella de mar de color rojo intenso.
A las once y media continuamos la marcha. La navegación entre las pequeñas islas de la costa de Dalmacia meridional es una experiencia muy agradable. Las islas tienen una orografía montañosa. En unos casos en forma de suaves colinas, que descienden en mansas laderas hasta la línea del mar.
En otros, cimas más altas se precipitan en agudas pendientes formando acantilados, en algunos casos, completamente verticales.
Desde el barco, la tierra aparece casi siempre tapizada de un color verde oscuro de tupido matorral mediterráneo o de pequeños bosques de pinos, salpicados ocasionalmente de manchas de enhiestos cipreses. Cada cierta distancia o de modo disperso aparecen núcleos de casas o edificaciones aisladas, casi todas ellas con un aspecto parecido. Fachadas pintadas de blanco o de piedra clara, culminadas en tejados, casi siempre a dos aguas, de un característico color, que yo llamaría terracota. Que es el color de los tejados de Dubrovnik, tal y como se ven cuando se contempla la ciudad desde arriba, al llegar desde el aeropuerto.
Sobre las tres de la tarde, una vez que alcanzamos la Isla de Korčula, volvimos a fondear frente al pequeño pueblo de Lumbarda durante dos horas. Llegamos a Korčula sobre las seis de la tarde, a través de un estrechísimo canal que forman la propia isla y una serie de islotes ligeramente alineados en paralelo con ella.
Korčula es una pequeña y deliciosa población, cuyo casco antiguo estuvo fortificado, de lo que dan muestra las torres y los restos de lienzos de muralla que aún se conservan. Dimos un breve paseo, entramos en la Catedral y nos sentamos a cenar en un lugar que elegimos, más por la ubicación que por otros motivos. En una especie de pequeño paseo marítimo había una hilera de terrazas de restaurantes entre los que elegimos uno casi al azar. Esto se dejó sentir en la pésima calidad de la cena que, aunque fue barata, no pudimos pagarla con tarjeta de crédito.
Desdeñamos un espectáculo de espadachines que nos ofrecieron en el barco y nos sentamos a tomar un mojito, que resultó muy aguado, en un bar de copas semivacío, ubicado sobre uno de los trozos de muralla, con vistas a uno de los puertos. El intrincado perfil de esta parte del Adriático forma numerosos abrigos naturales, a veces muy cercanos unos de otros. Esto permite que una pequeña población, como Korčula, disfrute de varios puertos, aprovechando cada una de las ensenadas que le ha dado la naturaleza.
7 de julio.
Salimos de Korčula a las ocho en punto en dirección a Šćedro. Es una pequeña isla en medio del canal que forman las islas de Korčula y Hvar (léase Juar). En el centro hay una pequeña ensenada, en la que recalan varios barcos como el nuestro y otras embarcaciones privadas, pero hay sitio para todos. Me acerco a la orilla nadando, pero vuelvo a encontrar muchos erizos, por lo que no me atrevo a salir a tierra para no arruinarme el viaje. Allí pasamos el resto de la mañana y almorzamos.
Sobre las cinco de la tarde llegamos a Hvar. La ciudad y su puerto aparecieron de pronto ante nuestros ojos, alrededor de una ensenada, al doblar un saliente de la isla del mismo nombre que veníamos bordeando. Desde que divisamos Hvar, ya presentimos su empaque. La fortaleza que se conserva sobre la ciudad, las dos torres renacentistas que sobresalen, el número y tamaño de las embarcaciones de recreo que había en el puerto nos revelaba que estábamos ante un lugar importante.
El calor que hacía a esa hora del día nos animó a buscar un lugar para bañarnos. El capitán nos dirigió a una supuesta playa, ubicada al doblar uno de los extremos de la ensenada de Hvar y que no veíamos desde el barco. Anduvimos un kilómetro más o menos hasta llegar a una cala ocupada por las instalaciones de un gran hotel, entre las que se encontraba una playa que parecía artificial, de cantos rodados del tamaño de un huevo de gallina, cada uno. Impracticable sin calzado apropiado que, inopinadamente, me había olvidado en el barco. Nos fijamos en un bar de copas al aire libre en el que, a esa hora (serían las seis y media de la tarde), un tipo exhibía sus habilidades, que eran muchas, como bailarín de discoteca.
Salimos a dar una vuelta por Hvar y a cenar sobre las siete y media. Nos encantó la ciudad. La enorme plaza mayor (Trg Sveti Stjepana) que termina en la Catedral, sus seductoras callejuelas, plagadas de encantadoras tiendas y restaurantes. Esto puede parecer un tópico y, por eso, necesita aclaración. No recuerdo haber conocido un lugar turístico como Hvar. Una ciudad con un caserío tan valioso, compuesto de numerosas construcciones de piedra, muchas de ellas con más de cinco siglos, de estilos renacentista e incluso gótico, que ha sabido encajar entre sus calles, con armonía e indiscutible buen gusto, en general, numerosos locales turísticos. Entramos en varios restaurantes magníficamente decorados y nos decantamos finalmente por el Paradise Garden, que recomendaba la guía y que no nos defraudó.
Después de cenar continuamos nuestro paseo camino de Carpe Diem, un local de copas del que la guía dice, en el apartado “Dónde beber en Hvar”, que “No hay que seguir buscando. El viajero ha llegado a la madre de todos los clubes de la Costa”. Resultó que el local estaba a 30 metros del barco, en el mismo muelle y, efectivamente, estaba animadísimo, pero el volumen de la música y el hecho de que no hubiera asientos libres nos desanimaron. De modo que nos tomamos una copa en la elegante terraza de un hotel que hay en el mismo muelle. Pero yo volví a Carpe Diem un poco más tarde. Allí me encontré a una parte del resto de los compañeros de pasaje y pude comprobar que el local merecía, efectivamente, la recomendación.
La música de Carpe Diem estuvo sonando hasta las dos de la madrugada, ambientando a los que, a esa hora, nos solazábamos en cubierta, disfrutando de una cálida noche mediterránea. Al mismo tiempo, la música eclipsaba, mientras sonó, los ruidos que tuvimos que padecer esa noche y hasta el amanecer, de los molestos vecinos de los barcos que estaban atracados en el mismo lugar.
8 de julio.
Hoy zarpamos a las siete. Según el programa, en dirección a una localidad de nombre impronunciable: Trstenik. El día es claro y la temperatura buena, pero el viento sopla como no lo había hecho en los días de atrás. Sobre las once de la mañana fondeamos en una cala amplia, en el extremo Este de la Península de Pelješac, relativamente abrigados del viento reinante.
Vivimos en el barco un par de episodios que nos provocaron cierta inquietud. Por un lado, el empeño de Jorge, el padre de Paula, en recuperar una colchoneta hinchable, alejándose peligrosamente del barco, le pudo costar caro, debido a que las fuertes corrientes le dificultaban la vuelta al barco. En un primer momento, la niña intentó acompañar al padre, aunque él la disuadió y ella pudo regresar al barco por sus propios medios. Mientras, Fran y Antonio, que habían logrado alcanzar la orilla, le hacían señas a los tripulantes de un velero que se encontraba próximo fondeado, para que acudieran en socorro con la zodiac. Al final, Jorge volvió por sus medios, pero sin la colchoneta. Por otro lado, la vuelta de Fran y Antonio de su excursión a la playa también resultó dificultada por las corrientes.
Sobre las cinco de la tarde llegamos a Trstenik. Es un pequeño pueblo, situado en una ensenada, más o menos en la parte central de la Península de Pelješac.
Nada más llegar nos tomamos un café en una terraza del puerto y fuimos a darnos un baño a una estrechísima playa de piedras, de aguas no muy limpias, que había en el mismo pueblo. Volvimos pronto al barco, ya que el sol se ocultó enseguida tras las altas montañas que circundan la ensenada.
Esa noche había en el barco la llamada “cena del Capitán”. Se trataba de una cena que había que pagar aparte y que no nos sedujo a los pasajeros españoles. Pensamos que ya era suficiente con almorzar en el barco y que preferíamos salir a cenar fuera. De modo que reservamos para veinte personas en el Restaurante que nos pareció mejor de los dos o tres que había en el pueblo y ajustamos un menú aproximado y un precio.
En ese lapso de tiempo, entre el baño y la hora de cenar, apareció, por fin, la maleta de Mª José, una de las pasajeras. La pérdida y recuperación de la maleta de Mª José fue un episodio que dio un cierto juego a lo largo de todo el viaje. La maleta se extravió en el vuelo de Madrid a Dubrovnik y desde ese momento, hasta su aparición tres días después, todos los pasajeros vivimos la epopeya de la recuperación de la maleta como un asunto, en cierto modo, propio. Inevitablemente, escuchamos las numerosísimas conversaciones telefónicas, algunas de ellas francamente kafkianas, de María, la amiga de Mª José, con la compañía aérea, la agencia de viajes, la de seguros y no sé si el aeropuerto. Después de ver cómo lidiaba María con las confusas y abstrusas explicaciones que le iban dando, creo que Mª José le encomendó a su amiga las gestiones, no tanto porque supiera inglés, como por su conocimiento de la condición humana. Felizmente, la maleta apareció y fue motivo de regocijo para todos y especialmente para su dueña, que pudo, así, lucir el fondo de armario que tanto habían ponderado sus amigas.
Este episodio de la maleta que he contado no debe confundir sobre el ambiente de la vida en el barco. A pesar de convivir durante una semana en un espacio reducido, el barco tiene unas instalaciones y un tamaño suficientes como para que esa convivencia de treinta y tantas personas que no se conocen en su mayoría no resulte ni opresiva ni carente de la necesaria intimidad. Si todos vivimos el episodio de la maleta fue porque sus implicadas quisieron y porque es un asunto que despierta con facilidad el respaldo ajeno ante la adversidad.
Antes de cenar visitamos una tienda de vinos en la que ofrecían, por 10 kunas, una degustación de tres vinos diferentes. Según la guía son famosos los vinos de la zona. Probamos los tres tipos, blanco, tinto y otro como de postre y no nos gustó ninguno. Vendían también aceite de oliva, a 90 kunas/litro, que no compramos, por caro.
El restaurante se llama Konova Feral y creo que acertamos de pleno. Tanto la carne (un tierno y sabroso solomillo de ternera), como los pescados (calamares, lubina y dorada), todo ello a la brasa, eran excelentes. Comimos por 175 kunas por persona (aproximadamente 25 euros), incluyendo sandía de postre, cervezas y vino blanco.
Al volver al barco después de cenar (en Trstenik ya no había nada qué hacer a esa hora) había una animada fiesta, con música y bailoteo, en el barco de al lado que, al parecer, también celebraba una “cena del capitán”. Muchos de los pasajeros de nuestro barco se unieron al jolgorio.
9 de julio.
A las ocho y media zarpamos de Trstenik con dirección a Pomena, en la Isla de Mljet. Este pueblo tiene un pequeño puerto al que se accede por los sinuosos canales que forman diversos islotes cercanos a la isla mayor y la propia Isla de Mljet. Como nos viene ocurriendo desde el principio del viaje, el mero vislumbrar los lugares que visitamos ya nos provoca emociones intensas. Cada avistamiento de los lugares de destino en los que recalamos cada día se convierte en un feliz presagio. Presagios que, hasta ahora, se han venido cumpliendo.
Si las aguas del Adriático ya nos habían encandilado desde el primer día, por su color y transparencia, los verdes y turquesas de las que bañan Pomena son extraordinarios y superan lo anteriormente visto.
Muy cerca del lugar de atraque de nuestro barco hay una especie de piscina marina de aguas transparentes a la que nos encaminamos de inmediato. Se trata de un espacio delimitado por corcheras en el que podemos tirarnos de cabeza al mar desde un borde de hormigón y salir del agua por una escalerilla. Junto al espacio delimitado para el baño hay otro que delimita, también con corcheras, una pista de water-polo, con sus porterías. Esto lo vimos en diferentes lugares a lo largo del viaje y debe explicar, supongo, porqué un país de menos de cinco millones de habitantes es una potencia mundial en ese deporte.
Desde Pomena se puede visitar el parque nacional de Mljet y los dos lagos que están en su interior. Consideramos las diferentes posibilidades de visita del parque, en bici, en scooter o en coche y optamos por la bici, curiosamente, el medio más caro, pero el único que permitía recorrer los caminos que circundan los lagos. Descartamos la visita a pié por lo extenso del recorrido.
Nuestra excursión campestre estuvo a punto de irse al traste nada más empezar, merced a una cuesta que debíamos superar en la bicicleta, nada más salir del puerto de Pomena, y que nos obliga a echar pie a tierra. Cuando apenas hemos superado la cuesta, una señal que nos avisa de una nueva pendiente, ésta del 8%, terminó por disuadirnos. A todos, menos a Fran y a María, que continuaron pedaleando lo suficiente para comprobar que habíamos dejado atrás, inadvertidamente, una de las entradas del parque que hacía innecesario superar la pendiente del 8%. Cuando el resto nos batíamos en retirada, para cambiar la bici por un coche, nos alcanzaron y nos adentramos todos en el parque en bicicleta. Inmediatamente dimos con el más pequeño de los lagos, que circundamos por uno de sus lados, hasta llegar al puente en el que se unen los dos lagos, donde se estaba bañando el resto de nuestros compañeros del barco. Nosotros decidimos seguir rodeando el lago mayor, que está unido al mar por un estrecho canal hasta el que llegamos. Por eso ambos lagos son de agua salada. Los colores del agua de los lagos son parecidos a los que hemos visto en todo el litoral; azules, verdes y turquesas compiten ofreciendo un espectáculo realmente atractivo, especialmente en la zona de unión con el mar.
Nos bañamos en el lago por uno de los numerosos accesos que tiene desde el camino que lo rodea y pudimos comprobar que sus aguas son aun más cálidas que las del mar.
Volvimos al barco sobre las siete de la tarde. Desde la cubierta observé que al otro lado de la ensenada de Pomena hay otro pequeño muelle en el que estaban atracados siete u ocho veleros. Tras los mástiles de las embarcaciones se entrevén en el muelle varias terrazas que me incitan a ir hasta allí a curiosear. Nada más llegar el ambiente de aquel lugar me cautivó. Creí encontrarme en un escenario imaginario de cualquier lugar del Mediterráneo, soñado, aunque desconocido hasta entonces. Las islas griegas del Egeo, algún lugar del litoral de Italia (¿la Costa Amalfitana, quizás?), la costa turca de Asia Menor… quizá el Adriático, quizá Croacia. Me senté en un sillón de madera de una terraza que estaba vacía en ese momento para animar al resto de la tropa a venir hasta allí a cenar. La tropa se mostraba remisa. Se habían conjurado para cenar frugalmente unas ensaladas y creían que les estaba incitando a una cena copiosa.
Yo, en cambio, sólo quería que supieran que si había vivido hasta entonces era precisamente para estar allí en ese momento. Para sentir la tibia brisa de julio en la cara, mientras contemplo el espectáculo natural de un crepúsculo dorado, sólo alterado por el ir y venir de los ocupantes de los veleros. Para sentir el pálpito de tantos viajeros, de tantos navegantes que, desde el principio de los tiempos, han recalado en aquellos parajes próximos al Paraíso.
10 de julio.
El viernes, penúltimo día de navegación, partimos de la Isla de Mljet con destino a la Isla de Sipan. Hacia las once de la mañana fondeamos en una cala de un islote próximo a Sipan, que se llama Jakljan, en la que comimos y disfrutamos de nuestro último baño en el Adriático, hasta las cuatro y media de la tarde, hora en la que partimos hacia el pequeño puerto de Šipanska Luka, donde hicimos noche.
El pueblo se reconoce en un rato. Su interés apenas consiste en una iglesia (cerrada) en la parte alta, un palacete decimonónico cercano al muelle y un plátano de indias de 400 años de antigüedad.
Nos sentamos a tomar una cerveza en una terraza en el mismo muelle y, al anochecer, divisamos en la orilla de enfrente de la ensenada las luces de la terraza de un restaurante. Con el teleobjetivo de la cámara de fotos pudimos comprobar que la terraza estaba llena de gente cenando. Comoquiera que acabábamos de observar que las dos o tres terrazas elegantes que había en el pueblo estaban semivacías, nos picó la curiosidad esa terraza que veíamos a lo lejos llena, así que decidimos acercarnos.
La terraza del restaurante se adentraba en el mar desde el estrecho paseo de hormigón que bordeaba la ensenada. Llamarle muelle a aquella construcción sería, probablemente, un abuso de lenguaje. Allí estaban “atracadas” algunas pequeñas lanchas “zodiac”, embarcaciones auxiliares de los yates fondeados en la bahía, cuyos ocupantes cenaban en el restaurante, de nombre Kod Marka.
El dueño del local se ofreció a hablarnos en croata, inglés, francés, alemán, italiano o montenegrino. De cualquier modo logramos que nos montara una mesa para seis fuera de la pérgola de la terraza que, efectivamente, estaba llena, pero también junto al mar. La inexistente carta sólo permitía elegir entre carne (sin especificar), pescado (sin especificar), arroz o ensalada. Pedimos un poco de cada cosa. Al escribir estas líneas, al día siguiente, ya he olvidado los sabores de aquellos platos. No, en cambio, la exquisitez del lugar, la amabilidad del dueño del restaurante y el agradable paseo de vuelta hasta el barco, en el que nos topamos con un locuaz lugareño que, en una confusa lengua, vagamente romance, vagamente italiana, nos dio algunas informaciones sobre el lugar.
11 de julio.
A las cinco de la mañana, un temporal de lluvia y viento que pugnaba con las luces del amanecer nos despertó. Quienes se asomaron a cubierta pudieron ver que los movimientos del barco estuvieron a punto de estrellar el mascarón de proa contra una de las casas del puerto. Unos minutos más tarde arrancó el motor y a las cinco y media estábamos zarpando.
Más tarde, el capitán nos cuenta que consideró más seguro afrontar el temporal navegando hacia Dubrovnik que permaneciendo en aquel puerto. Misterios de la náutica.
Salimos del puerto con una lluvia que el viento hacía entrar de costado en la cubierta de babor y bajo unos nubarrones negros que escupían a lo lejos descargas eléctricas amenazadoras. Contra lo imaginable, el barco navegaba sin grandes movimientos, casi como cualquiera de los días anteriores. Esta es otra de las sorpresas agradables del viaje. Para quienes no estamos acostumbrados a navegar y presentimos como una amenaza cualquier medio que no sea terrestre, un viaje en barco como éste nos genera cierta inquietud. No puedo decir si las condiciones de navegación en esta zona del Adriático son siempre como yo las he vivido, pero no ha habido ni un solo momento en los siete días de singladura en los que haya sentido desasosiego o temor.
Dos horas más tarde atracamos en el puerto de Dubrovnik. Después de desayunar volvimos a tomar el autobús, como ya lo habíamos hecho el domingo anterior, en dirección a la ciudad vieja.
Un grupo de quince pasajeros, todos españoles, decidimos contratar los servicios de una guía para la visita a Dubrovnik. Escogimos en una agencia situada en una calleja muy próxima a la puerta de Pile un servicio de una hora u hora y media, que consistía en un recorrido general por la ciudad, sin entrar en museos o monumentos, ni subir a la muralla. La guía, por supuesto en castellano, apareció en apenas cinco minutos y nos costó ocho euros por persona.
Antes de entrar en la ciudad vieja, en la explanada de Pile, nos hizo un interesante, aunque lógicamente apresurado resumen de la historia de Dubrovnik. De ella destacó el largo período en que fue una república independiente, a semejanza de Venecia. Casi desde su fundación, anterior al S X, hasta el S XIX, Dubrovnik fue la capital de una entidad política independiente (la República de Ragusa), casi siempre al socaire de un Imperio. En los primeros siglos, el Bizantino y, tras la caída de Constantinopla, el Imperio Otomano. La guía se refería con un indisimulado orgullo a aquel período de la historia de Dubrovnik, en el que sus pobladores pudieron vivir en paz y prosperidad durante tantos siglos, merced a la habilidad de sus dirigentes para sortear los peligros de un mundo convulso, comprar la protección de grandes imperios y así defenderse de la codicia de otras potencias menores. Destacó especialmente la alianza con los turcos, siendo el único Estado cristiano autorizado por el Papa a semejante contubernio con el infiel. Esta independencia la rompió Napoleón a principios del S. XIX, cuando invadió Dubrovnik y quedo rematada al atribuírsela el Congreso de Viena al Imperio austro-húngaro, vinculación que duró hasta la desintegración de este Imperio al fin de la Primera Guerra Mundial.
Otra de las cuestiones a las que se refirió la guía tiene que ver con la configuración urbanística de la ciudad, en la que destacó dos características que han definido su personalidad a través de los siglos y logrado que presente el espléndido aspecto con el que la contemplamos hoy día. Por un lado, el hecho de que, desde hace varios siglos, la ciudad ha contado con una reglamentación urbanística que regulaba, entre otras cosas, el aspecto y la altura y alineación de las edificaciones y que sus autoridades han hecho respetar y sus ciudadanos han respetado. La segunda característica a la que se refirió la guía sería uno de los rasgos de la personalidad de Dubrovnik y de sus habitantes. No recuerdo exactamente sus palabras, pero es algo así como una especie de discreción que, traducida al ámbito constructivo o arquitectónico, se concreta en austeridad y falta de ostentación. Se trata, siempre según la guía, de una virtud política, que tiene, entre otros objetivos, el de no hacer alarde de riqueza y suntuosidad y disuadir así la codicia de los enemigos exteriores.
Estos dos atributos de Dubrovnik se manifestaron con toda evidencia con ocasión del terremoto que destruyó casi toda la ciudad en 1667. Los regidores de la República aplicaron unos meditados planes de reconstrucción bajo dos principios rectores: el respeto al pasado y la austeridad. Se convocó un concurso internacional (el primero en la historia del que se tiene noticia, de estas características) para definir el diseño del edificio tipo de la ciudad. El concurso lo ganó un arquitecto italiano, que construyó un edificio, que todavía se conserva, en la Placa y que sirvió de modelo.
Se trata de una construcción extraordinariamente sencilla, con fachada de piedra, a la que no se le añade ningún exorno. Cualquier visitante de Dubrovnik puede comprobar cómo la mayoría de los edificios de la calle principal (la Placa) y otros muchos de otros lugares, tienen una forma y altura parecidas, con fachadas muy sencillas y austeras, sin balcones ni blasones, ni ningún otro signo de ostentación, ni ningún elemento que la distinga de otra en riqueza o poder.
El declive de la república vino de la mano de nuevas correlaciones de fuerzas internacionales y, según la guía, de una falta de talento de sus dirigentes, que no supieron adecuarse a los nuevos tiempos.
Terminadas las explicaciones, traspasamos la puerta de la muralla y nos detuvimos en un mural que mostraba, en 7 idiomas, los daños producidos en la ciudad por el bombardeo serbio del 6 de diciembre de 1991. Sobre un plano de Dubrovnik están señalados los lugares en los que impactaron bombas, tanto en edificios, como en el pavimento y aquellos otros que resultaron dañados por la metralla.
La guía aprovechó el momento para denunciar, con una emoción que parecía sincera, la inutilidad del ataque a la ciudad y la crueldad gratuita de los serbios y montenegrinos. Resaltó expresamente esta doble culpabilidad, que tiene que ver con el hecho de que en aquel momento aun no se había producido la secesión de Montenegro. Vino a decir que el ataque no tuvo ninguna finalidad estratégica, sino de mero desahogo de quienes lo ordenaron. Si no es para mí tampoco será para vosotros, parecieron pensar los atacantes serbio-montenegrinos.
Aquel ataque a Dubrovnik no sólo causó daños materiales, sino muchos muertos. Este otro aspecto de la guerra es recordado en la “Sala conmemorativa de los defensores de Dubrovnik”, una exposición permanente que se encuentra en el Palacio Sponza, uno de los mejores monumentos de la ciudad, mezcla de estilos arquitectónicos, sito en la plaza Luža. En esta Sala se exponen fotos de las personas fallecidas en la guerra, casi todas ellas jóvenes, y hay un libro para que el visitante exprese, si lo desea, sus impresiones. No pude evitar dejar escrita sucintamente mi opinión acerca de la cantidad de muerte y destrucción causada a lo largo de la historia por las patrias y las religiones.
Estos días he leído en el periódico un fragmento del libro “No hay nadie en casa”, de la escritora croata Dubravka Ugrešic. Transcribo un par de párrafos de lo que he leído, que me dan pie para expresar mi opinión a continuación. Dice esta escritora croata de sus paisanos, los ex-yugoeslavos, es decir, no sólo de los croatas:
«Mis paisanos son gente que durante siglos ha desarrollado la sensibilidad por la infelicidad, lo tienen en los genes; en efecto, la infelicidad se ha introducido en el idioma coloquial como expresión de la mayor felicidad. Cuando le preguntas a una joven madre cómo duerme su hijo recién nacido, ella responderá con ternura: "Ya ves, ¡duerme como si lo hubieran degollado!". En otros entornos, los niños duermen como "angelitos", y en mi antiguo entorno duermen como "degollados".
Mientras otras sociedades tienen en sus paquetes ideológicos un apartado dedicado al derecho de los ciudadanos a la felicidad personal, mis ex paisanos han luchado por lo contrario (y lo han conseguido), el derecho a la infelicidad personal.»
Siempre he tenido la impresión de que los pueblos balcánicos poseen una personalidad tormentosa, con algunos rasgos patológicos en su psicología social. Se suele poner el ejemplo de los serbios, que parecen vivir bajo el trauma de una derrota militar frente a los turcos en la Batalla de Kosovo, que tuvo lugar ¡en 1389! Las guerras que sucedieron a la desmembración de Yugoeslavia en los años 80 y 90 del pasado siglo no habrán hecho sino agudizar esos rasgos de carácter. Las ideas que expresa esta escritora croata parecen confirmarlo.
Es comprensible que los croatas de Dubrovnik quieran dar a conocer a todos los visitantes los efectos que tuvo en la ciudad el bombardeo de 1991. Entre otras cosas, para que se pueda valorar el enorme y exitoso esfuerzo de reconstrucción. También es justo y comprensible que se honre en una exposición a los defensores de la ciudad fallecidos en la última guerra. Pero uno no puede dejar de pensar que eso son heridas abiertas en la psique de un pueblo que, mientras no cicatricen, mantendrán latentes los fantasmas de la guerra y la destrucción.
Por lo demás, la guía nos paseó por la calle Prijeka, paralela a la Placa hacia el Este, haciendo que nos fijásemos en dos de las calles perpendiculares que partían hacia arriba. Una de ellas había recibido recientemente el ignoto premio de la calle más bella del Mediterráneo. Volvimos a la calle principal y nos describió brevemente los más importantes edificios de la ciudad, nos aconsejó el modo más cómodo de visitar la muralla y nos recomendó un restaurante para comer en la plaza Gundilićeva Poljana, cuyo nombre no recuerdo pero que probablemente se llamaba Kameniće. Antes nos había recomendado también el Moby Dick, en la calle Prijeka.
Cuando terminó la visita guiada comenzamos el itinerario de la muralla, en el sentido que nos había recomendado la guía. Compramos las entradas (50 kunas por persona), subimos las escaleras y la primera sorpresa que nos llevamos fue que el itinerario que pretendíamos hacer está prohibido. La muralla forma un círculo completo que se transita en un único sentido. Nosotros queríamos hacer algo más de medio círculo, en sentido contrario al de todos los visitantes, conforme entendimos que nos había recomendado la guía. Finalmente, contando con la tolerancia de los vigilantes que “picaban” los tickets, emprendimos el recorrido a contrapelo. Esto resultó muy incómodo, pues el pasillo de la muralla es muy estrecho, por lo que nos chocábamos continuamente con las personas que nos cruzábamos, que eran verdaderas oleadas.
Aprovecho este asunto de la tolerancia de los vigilantes de la muralla para referirme a una circunstancia que no dejamos de percibir a lo largo de todo el viaje y en todos los lugares que visitamos. Es algo sutil, que podría definir como una escasa presencia de autoridad coactiva en todos los ámbitos de la vida social que pudimos conocer. Creo que podría contar con los dedos de una mano los hombres uniformados que vimos durante el viaje y la actitud de quienes encarnan la autoridad, ya sea el conductor del autobús, los vigilantes de los monumentos y personajes similares siempre es discreta, tolerante y poco coercitiva. No sé si será una reacción a los años de dictadura comunista, una especie de ley del péndulo, o un rasgo definitorio y permanente de esta región o de toda Croacia, pero resulta casi inadvertidamente cómodo para el viajero.
La visita de la muralla de Dubrovnik es obligada y, aunque aparentemente nos ahorramos las partes con más escaleras hacia arriba, creo que no es demasiado penoso el recorrido completo. Si hace calor puede ser conveniente ayudarse de un paraguas en función de sombrilla. Tanto las vistas sobre la ciudad, como sobre el mar, desde diferentes puntos de la muralla, son muy interesantes.
Volvimos al barco sobre las seis de la tarde y nos encontramos con la sorpresa de que ese día, como todos los anteriores, se sirvió un almuerzo, en lugar de una cena, contra lo que pensábamos que nos había dicho la chica de la agencia el primer día. No obstante, la cocinera tuvo la atención de recalentar el almuerzo para los que quisieran cenar a la inopinada hora de las seis y media de la tarde.
Sobre las ocho y media tomamos de nuevo el autobús hacía Dubrovnik, con la intención de ver la ciudad iluminada y tomarnos una copa de despedida. Nos encontramos en plena calle un recital de piezas de ópera, en la plaza Luža. Allí parecía darse cita la élite de Dubrovnik, a tenor del aspecto del paisanaje que presenciaba el concierto desde las localidades de pago.
En el exterior, en plena calle, podía disfrutarse perfectamente de un concierto que formaba parte del programa del festival de música que se desarrolla todos los veranos en Dubrovnik.
Terminamos nuestra visita a Dubrovnik con un gin-tonic en una terraza de la Placa, el primero decente en todo el viaje.
12 de julio.
Hoy nos levantamos a las siete y media. Debíamos desayunar en el barco y estar listos para las ocho y media. Nos recogió en un microbús un conductor muy simpático y parlanchín, algo pasado de edad, el pobre, para esas lides de acarrear maletas. Por todo el trayecto nos iba dando noticia de todos los negocios que estaban cerrando: “niente laboro”, decía, por toda explicación. Paramos un instante para hacer fotos de Dubrovnik desde un mirador y llegamos al aeropuerto.
Y así acabó nuestra aventura del Adriático. Sólo nos quedaba un lamentable episodio en el mostrador de facturación, donde quisieron cobrarnos un cargo no previsto por cada maleta. La compañía a la que le compramos los billetes (Clickair) se había fusionado esa semana con otra (Vueling), que más parecía haber absorbido a la anterior, imponiendo unas nuevas reglas comerciales a los vuelos ya contratados. Sorteamos el obstáculo merced a la habilidad de Fran en estas lides. Curiosamente, obtuvo de otro mostrador una notita dirigida a la empleada de facturación que decía, lacónicamente, “they can fly”, con una firma ilegible. Fue suficiente para que se olvidaran del pretendido cargo y del exceso de peso de mis maletas. Misterios de la aeronáutica.
Nos quedaba un largo trasbordo de ocho horas en Barcelona. Otro “detalle” de la compañía aérea, a la que dios confunda, que nos cambió los horarios de los vuelos una vez comprados. No lo olvides, eventual lector de estas páginas. Si puedes evitar volar con Vueling, evítalo. Recuerda: Vueling.
Epílogo: He pretendido contar con objetividad los aspectos que me han parecido más relevantes de este viaje de siete días por Dubrovnik y algunas de las islas de la costa adriática de la región croata del sur de Dalmacia. De modo que habrás encontrado aspectos positivos y otros, pocos, negativos. Pero no puedo terminar sin dar una impresión menos reflexiva y decir que el viaje resultó extraordinario. A ello han contribuido un cúmulo de circunstancias. La fórmula del barco, con un tamaño ideal, ya que permite deambular por él, tomar el sol en tumbonas (hay más de 15) e incluso encontrar ámbitos de relativa intimidad (excluida la del camarote) y, al mismo tiempo, es lo suficientemente pequeño como para fondear en pequeñas calas para bañarte, como si se tratara de un velero familiar de treinta pies. Los lugares que hemos visto, tanto la naturaleza, como los pueblos y ciudades, nos han encantado a todos los viajeros. Y ha habido dos circunstancias que pueden o no repetirse. Por un lado, el clima, que ha sido espléndido todos los días. Y por otro y más importante, los/as compañeros/as de pasaje. Desde el primer día se entabló una educada, pero cordial convivencia entre todos que resultó magnífica y contribuyó a que el viaje nos resultara más placentero. Creo poder decirlo sin temor a ser desmentido, porque era algo patente. A todos ellos les dedico estas páginas de recuerdo de un viaje inolvidable.