El AVE Madrid-Sevilla lleva funcionando desde primeros de
1992. Durante decenios, esta línea ha sido un ejemplo de puntualidad y buen
servicio. RENFE indemnizaba a los viajeros que padecían retrasos superiores a
los 5 minutos y nunca o rara vez los usuarios tuvimos la sensación de que la
frecuencia de los trenes fuera insuficiente. El servicio era extraordinario, se
podía cambiar o anular el billete sin coste, no pagábamos por el equipaje,
elegíamos asiento sin coste… En fin, un servicio excelente.
Pero, hete aquí que aparecieron los operadores privados y
ese fantástico medio de transporte se ha ido al garete. Ahora hay que pagar por
todo: cambios o anulaciones de billete, selección de asiento y, a veces, hasta
por el equipaje. Y, probablemente, lo que es peor: hoy, que un tren de alta
velocidad llegue a su hora es una excepción, siendo frecuentes los retrasos de
1 o 2 horas. Los accesos a los trenes, hasta ahora ordenados y fluidos se han
convertido en multitudinarios, con amontonamiento de viajeros que no saben en
qué fila ponerse. A diario, empleados de las compañías se tienen que entremeter
entre la multitud para ordenar a viva voz o con megáfonos el tráfico de
viajeros. En fin, un desastre.
No creo que sea una casualidad que este desastre haya
coincidido con la irrupción de los operadores privados en el transporte ferroviario,
de modo que las preguntas surgen solas: ¿qué necesidad había de abrir las líneas
públicas de ferrocarril a otras compañías, cuando la RENFE proveía el servicio
de un modo óptimo; qué justificación puede haber para empeorar el servicio de
un modo tan evidente?
Desde mi punto de vista, este estado de cosas es el producto
de un fundamentalismo ideológico completamente contrario a las necesidades y
derechos e intereses de los ciudadanos y de los consumidores. So capa de la
libre competencia, se han malversado unas infraestructuras de transporte
construidas íntegramente con recursos públicos de todos los españoles. Con la
finalidad de que unos pocos ganen dinero con recursos públicos se ha empeorado
gravemente un servicio público que funcionaba de maravilla.
Una vez más queda demostrado que la ideología es la peor
enemiga de la buena gestión. En este caso, un servicio público excelente ha
sido inmolado en la pira de un talibanismo del libre mercado que nadie parece
objetar. Y lo que es peor, con unos efectos probablemente irreversibles.