

Al llegar al coche el caos de tráfico está servido. Centenares de vehículos se arrastran pesadamente por el fango de un aparcamiento improvisado, pugnando por alcanzar cuanto antes el viario asfaltado. No pude evitar anegar el frío habitáculo del coche con una de mis admoniciones: llegaré a casa sin tiempo apenas para descansar antes de ir al trabajo. No como tú, que dormirás los cuatrocientos kilómetros. Sólo obtuve como respuesta un premonitorio bostezo. Cuando penosamente alcanzamos la ansiada ronda de circunvalación de salida de la ciudad otro contratiempo se interpone. Un revuelo de sirenas y luces azules y ámbar centelleantes que se divisa a lo lejos y el tráfico denso que apenas fluye parecen sugerir un accidente. Al llegar al lugar no quedan huellas del presagiado siniestro. Sólo el presentimiento de que un vehículo debió caer a la vía desde la altura superior del viaducto que la cruza. La rotura de las vallas de protección del puente y el laboreo de operarios con fajas reflectantes así lo sugieren.
El aura trágica que se percibe en la atmósfera de aquel lugar viene a confirmar en nuestro ánimo la gravedad del accidente. Involuntariamente, mi cerebro se desplaza a través de los informes y listados de números y porcentajes que manejo diariamente en mi trabajo de mileurista en una compañía de seguros. Desde que empecé a trabajar redactando informes para la dirección de la compañía, sobre estadísticas de siniestros en el ramo del automóvil, me había obsesionado un dato que se repetía invariablemente. Las caídas de vehículos desde puentes y viaductos nunca tienen supervivientes, nunca un ocupante sobrevive para contarlo.
Con estos presagios nos introdujimos en la autopista que ha de llevarnos a casa en apenas tres horas. El escaso tráfico nocturno me anima a intentar mejorar el récord alcanzado aquella tarde camino del concierto, entonces, como ahora, con la ayuda de un insidioso artefacto que detecta a distancia la presencia de radares de la policía.
El silencio del viaje sólo es roto por el reproductor de discos compactos, en el que suena la música de Bob X, como eco del reciente concierto. Nunca atiendo a la letra de las canciones, como si fuera algo superfluo. Es una conducta inducida por mi desconocimiento del inglés, idioma de toda la música que he oído en mi vida. Si entendiera el idioma en el que canta Bob X sabría que su música habla de chicos como yo, que a veces van a conciertos de sus artistas favoritos, que viajan con su chica en pequeños y peligrosos bólidos de color negro que dejan a su paso la estela restallante de su escape y sus potentes altavoces.
Contaba en esa entrevista Cortázar que en el barrio gótico de la Ciudad Condal se había detenido a escuchar un concierto de una joven que cantaba como Joan Baez. Escondido en la oscuridad de la calle, harto de que le abordaran para tener su autógrafo, este hombre de casi dos metros se vio asaltado por un joven que le ofreció una torta.
-Julio, toma un pedazo, le dijo el chico.
Cortázar se hizo a un lado; era, desde que fue un chiquillo, un hombre tímido; no le gustaban las fiestas ni los saraos literarios; por no estar en ningún sitio fijo fue capaz (con Aurora Bernárdez, su primera mujer, su viuda) de renunciar incluso a los empleos fijos. Así que allí estaba, en Barcelona, tímido siempre, y enfermo, escuchando a una chica que cantaba como Joan Baez, y deseando desaparecer del camino del joven que le ofrecía el pastel. Hasta que se convenció de que debía tomarlo. Y le dijo al chico:
-Muchas gracias por acercarte y convidarme.
Fue entonces cuando el joven le dijo a Julio Cortázar lo que muchos de los que leímos Rayuela (y los cuentos, y los cronopios, y Los premios, y 62 Modelo para armar) le hubiéramos dicho en ese sitio o en el limbo si existiera y fuera el sitio donde ahora estuviera mirando:
-Pero, escucha, te di muy poco comparado con lo que tú me diste a mí.
Julio le dijo: "No digas eso, no digas eso", y le comentó después a quien le hizo esta entrevista (Jason Weis), quizá la penúltima: "Y nos abrazamos y él se alejó. Bien, cosas como éstas son las mejores recompensas de mi trabajo como escritor. Que un muchacho o una chica se acerquen a hablarme y a ofrecerme un pedazo de torta, es maravilloso. Así vale la pena el trabajo de escribir".
Quienes le recordamos vivo aún pensamos que cualquier día le veremos aparecer en un periódico o en una entrevista en televisión, con esa voz suya grave y cadenciosa, con esas erres arrastradas, huella improbable de su nacimiento en Bélgica. Por suerte nos queda para siempre su obra, sus relatos, sus novelas y otras creaciones sui géneris. Suelo releer de vez en cuando alguno de sus cuentos, no sé porqué, me rejuvenece. Bueno, sí sé porqué. Acabo de abrir uno de los volúmenes de sus relatos que publicó Alianza Editorial y consta que lo compré el 29 de diciembre de 1976. Mira que nos cambia la vida, pero hay cosas que permanecen con nosotros para siempre.