Ayer declaró como testigo ante el
instructor del Tribunal Supremo la examante del que fue ministro y número 2 del
PSOE José Luis Ábalos. El asunto tiene cierto morbo por algunas de sus
connotaciones: la chica parece que fue seleccionada de un catálogo de personas
que ofrecían sus servicios de prostitución, vivía en un piso que le había
puesto el exministro, con el que medio convivía y al que acompañaba en sus
viajes oficiales, mientras este continuaba residiendo oficialmente con su
familia.
Además de estos elementos, más
propios de la crónica rosa, en el caso confluyen otros que caen de lleno en la
crónica negra de la corrupción, que son a los que me voy a referir.
Cuando la amante del ministro fue
citada a declarar por el juez del Tribunal Supremo, quiero insistir que en
calidad de testigo, ya se sabía que la interfecta había sido contratada
sucesivamente en dos empresas públicas, en las que cobraba el salario
correspondiente y disfrutaba de otras prestaciones accesorias, como ordenador
portátil, teléfono móvil, etc. También se sabía que la chica no pagaba el
alquiler del piso donde vivía, en el edificio Torre de Madrid, por un importe
mensual de 2.700 euros y que percibía 1.500 euros por cada viaje a los que
acompañaba al ministro.
Es evidente que hasta un juez de
instrucción del Tribunal Supremo es capaz de darse cuenta de que todos estos
beneficios de los que disfrutaba, no podía habérselos facilitado su generoso
amante de su propio peculio, porque el sueldo de ministro no da para tanto. Al
propio tiempo, es evidente que este juez ha sido lo bastante perspicaz como
para preguntarse de dónde saca el ministro, para tanto como destaca, decidiendo
imputarlo, suponemos que, entre otras razones, porque pensó que los beneficios
que el ministro le otorgaba a su amante podrían tener un origen turbio y tal
vez delictivo, y que todo ello debería aclararse durante la instrucción judicial.
De modo que el juez cita al
exministro como imputado, lo que le ha permitido comparecer debidamente
defendido y asesorado por un abogado y ejercer, si ese ha sido su interés, su
derecho a no contestar a lo que se le haya preguntado durante su comparecencia e
interrogatorio.
No obstante, al juez le ha
faltado perspicacia para darse cuenta de que algunos delitos que, indiciariamente,
cree que ha cometido Ábalos, los podría haber cometido también su amante. Y
que, por ello, citarla como testigo, sin las prerrogativas de las que disfruta
un imputado, supone una flagrante violación de sus derechos. Violación que puede
resultar fatal para la interesada, o para la causa que pueda seguirse contra
ella, según como jueguen sus cartas cada uno de los protagonistas de este
enredo, de ahora en adelante.
Cuando hemos oído y leído en los
medios el resultado de la declaración de Jessica, que este es el nombre de la
amante, hemos podido comprobar que algunas de sus respuestas son claramente autoinculpatorias
de delitos graves, que llevan aparejadas severas penas de prisión. Es evidente
que una ciudadana bien asesorada jamás habría declarado ante un juez de
instrucción que ha estado más de dos años contratada en empresas públicas sin
ir a trabajar, ni muchas de las otras cosas que ha dicho, tan comprometidas, no
solo para su honor y su fama, sino para su futuro penal.
Cuando la examante del diputado Ábalos, finalmente, sea inculpada por este juez o por cualquier otro, porque no disfruta de fuero especial, entrará en el proceso con el hándicap de esa irregular declaración que acaba de prestar como testigo. Su abogado pugnará entonces por la nulidad de la referida declaración, pero nada podrá hacer para que se borre de las mentes de sus futuros juzgadores el contenido de lo declarado por una persona que fue obligada a decir la verdad, cuando bien pudo haberse callado, si hubiera caído en las manos de un juez más cuidadoso o perspicaz.
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