jueves, 9 de agosto de 2018

VICENTE, ARTESANO DE FIBRAS VEGETALES

En la oficina del Catastro ya nadie recordaba los cometidos de Vicente cuando acudía a diario a trabajar, a pesar de que aún no se habían jubilado algunos funcionarios que coincidieron con él en aquella época. Vicente era auxiliar de agrimensura de segunda, un residuo de unos tiempos en los que los peritos agrimensores del Catastro desplazaban pesados utensilios para sus mediciones de fincas y solares. Enormes trípodes metálicos, teodolitos, telescopios, brújulas y escuadras requerían el auxilio de subalternos que cargaran con la impedimenta.
El Reglamento del Personal del Catastro describía someramente el catálogo formal de las funciones que correspondían a las distintas y variopintas categorías. Los auxiliares de agrimensura debían asistir a los peritos agrimensores en todo aquello que requiriera el ejercicio de su función facultativa y que no fuera adecuado al rango y condición de éstos, como el transporte de utillaje, el desbroce de matojos, el acarreo de leña para encender candelas con las que calentarse en las frías mañanas invernales en el campo, y demás funciones análogas y propias de su función subalterna. La categoría de auxiliar de agrimensura se dividía en las subcategorías de auxiliar de primera y auxiliar de segunda, correspondiéndole a la primera la dirección de los equipos de auxiliares de segunda donde existieren y el auxilio a los peritos en tareas sencillas que no exigieren conocimientos específicos de cualquier oficio o profesión de los mencionados en el propio reglamento. A los auxiliares de segunda les quedaban, pues, las más bajas funciones del escalafón.
Vicente había conseguido el trabajo merced a su condición de huérfano de guerra. Empleos patrióticos, se llamaban entonces, emparentando con otras rancias instituciones, como los aprobados patrióticos de los exámenes de Estado y otras graduaciones, las concesiones patrióticas de establecimientos de venta de productos estancados y otras sinecuras, de las que disfrutaban las personas cuyo infortunio merecía la vitola de patriótico.
En sus primeros días en el Catastro enrolaron a Vicente en equipos que salían al campo a hacer mediciones y otros trabajos. Su complexión enclenque y su abulia para todo aquello que comportara un esfuerzo físico excesivo y, en general, para cualquier actividad que no estuviera comprendida en el exiguo catálogo de sus caprichos e inclinaciones, dieron al traste con una prometedora carrera de auxiliar de agrimensura de segunda.
Su completa falta de actitud y, probablemente también, de aptitud, para el trabajo lo fueron desplazando poco a poco en la oficina, hasta que acabó arrumbado en un oscuro rincón, bajo una escalera, uno de los pocos lugares exentos del Catastro, que no estaba colmado de carpetas y legajos amarillentos, llenos de polvo e insectos xilófagos, que devoraban sin descanso los lomos de madera de los libros de registro y matriculación de fincas.
Allí encontró cobijo los últimos años que acudió al trabajo (es un decir), allí creó su covachuela, a la que acudía a diario y en la que desarrolló, con la amplitud que le brindaba la incuria del Catastro, su actividad de artesano de fibras vegetales.



Vicente era un tipo no del todo desmañado. Su madre lo había llevado, cuando tenía doce años, a aprender un oficio a uno de los pequeños y artesanales talleres de muebles de la calle Feria. Recelaba de los perfiles cortantes de sierras y serruchos y de los filos acerados de formones, gubias y garlopas, herramientas imprescindibles todas ellas para trabajar los duros y leñosos troncos y tablones de la mueblería. De modo que, tras varias semanas en las que su única actividad fue puramente contemplativa, más allá de arrimar aquí o allí cualquier herramienta, pieza o enser que le demandaran los operarios del establecimiento, empezó a interesarse por las labores que se realizaban con toda clase de fibras vegetales. En aquella mueblería no sólo se hacían muebles, en el estricto sentido de la palabra, sino también, cestos, serones, persianas, esteras, y, aún en algunos muebles, como sillas, sillones y mecedoras, se empleaban las fibras vegetales por las que tempranamente se interesó Vicente. De modo que la materia prima del taller, no sólo era la madera, sino los juncos para la enea, el esparto, la fibra de palmito, la yuca y el mimbre.
Pronto pudo el aprendiz ejercer sus habilidades manuales y ser éstas apreciadas por el dueño del taller, que cada vez le confiaba manufacturas más complejas, llegando a ser, con el tiempo, el principal especialista en la materia, no sólo del taller, sino de toda la calle Feria.
Cuando empezó a trabajar en el Catastro, Vicente tenía mujer y tres hijos de edades muy seguidas. El nuevo empleo fijo logró apenas hilvanar un vínculo que se hallaba completamente descosido, merced al abandono y la indolencia de Vicente. Desde que cerró el taller en el que trabajaba, las cosas habían ido de mal en peor. Sus intentos de establecerse por su cuenta como artesano de fibras vegetales, como a él le gustaba llamarse, chocaron con su mente atolondrada, su indisciplina y, a qué negarlo, su falta absoluta de recursos, consistentes, apenas, en unos pocos útiles que había logrado rescatar de la ruina del taller. Se había hecho imprimir unas tarjetas con su nombre y, debajo, su profesión y domicilio. Cuando recogió el paquete de la imprenta dedicó una tarde a meter las tarjetas en los buzones. Decidió empezar por un barrio muy alejado de su casa, de modo que, tras dos días de intenso buzoneo, terminó con las tarjetas, sin que ninguna persona que residiera a menos de una hora a pié de su casa tuviera noticia de su existencia.
Las pocas personas que se presentaban en su casa demandando sus servicios eran enviadas por el dueño del bar en el que tomaba café cuando trabajaba en el taller y debían volver varias veces, ya que Vicente nunca estaba.
De este modo, la familia malvivía con los escasos recursos que allegaba la actividad de Vicente, apenas redondeados por los esporádicos trabajos de servicio doméstico de su mujer, interrumpidos en aquellos años, cada cierto tiempo, para el alumbramiento y crianza de su reiterada e inoportuna prole. Ella tenía decidido abandonarle a su suerte cuando el empleo patriótico detuvo temporalmente sus planes de huida, que Vicente ignoraba por completo, como ignoraba todas las circunstancias usuales y cotidianas de la familia, como las edades de sus hijos y aún, a veces, su propia mismidad, la necesidad de pagar trimestralmente la luz y el agua y tantas otras cosas sin las que resulta inconcebible la mera existencia.




En el Catastro, Vicente ideó la confección de unas octavillas para darse a conocer a las personas que acudían a aquella oficina a realizar toda clase de gestiones. Con ayuda de la máquina multicopista y de un ordenanza, la única persona que le prestaba algo de atención, aprovechó una solitaria tarde para imprimir más de mil octavillas en las que ofrecía sus servicios. El impreso era una abigarrada enumeración de las prestaciones ofrecidas y terminaba indicando las señas de contacto: “calle Lepanto, 23 (era la sede del Catastro), 3ª planta. Preguntar por Vicente.” Durante unos días, por la mañana, se colocó en la puerta del Catastro y entregó a todos los visitantes una octavilla, recitándoles su contenido e instándoles a leer atentamente el catálogo de servicios.
De vez en cuando se acercaba algún cliente a la covacha de Vicente para hacerle encargos o llevarle toda clase muebles y enseres para reparar. Vicente trabajaba en su casa y en aquel cubículo al que había sido confinado. La actividad que desarrollaba no era en sí molesta ni interfería el mostrenco discurrir de las funciones del Catastro. Su labor de trenzado y anudado de los materiales con los que trabajaba era callada y el polvo y los residuos que generaba su industria, lejos de desentonar en el ambiente general de aquella oficina calamitosa, se integraban perfectamente en ella.
Un buen día, Vicente cayó enfermo de unas extrañas fiebres que le hicieron delirar durante varios días. Su mujer asistió a aquel proceso con el fastidio que le producía tener que atender a cuatro seres inermes, en lugar de a los tres a los que estaba acostumbrada.
Sin atención ni medicación alguna, Vicente superó aquellas insidiosas fiebres que produjeron en él una transformación, sólo percibida por su mujer después de algún tiempo. Salía de casa todas las mañanas con el mismo horario anárquico de antes de la enfermedad, pero, en lugar de ir al Catastro, vagabundeaba día tras día por la ciudad sin rumbo fijo ni objetivo conocido y volvía a casa a comer, como si tal cosa. Su aspecto hosco y desaliñado empeoró algunos grados, pero, por lo demás, nada parecía haber cambiado. A fin de mes, su mujer le reclamó la parte correspondiente de su salario y él, encogiéndose de hombros, le dio unas pocas monedas que sacó del fondo del bolsillo del pantalón. La penuria de la familia degradó aún más la precaria estabilidad de sus integrantes, encarnando de modo ejemplar el adagio del perro flaco y las pulgas.
En el Catastro echaban en falta a Vicente, lo que no quiere decir que le echaran de menos. Nadie se extrañó verdaderamente de la ausencia de un individuo tan raro, pero sí causó sorpresa que no acudiera a fin de mes a recoger el sobre de la paga, ni enviara a nadie en su lugar. Esta circunstancia desencadenó una serie de reacciones que terminarían por ser fatales para el futuro de Vicente. La pesada maquinaria del Catastro no estaba preparada para digerir el extraño suceso de un sobre incobrado. Nadie sabía qué hacer con aquel sobre, que al cajero, a su superior, al superior de su superior y al jefe de la oficina les quemaba en las manos. La ausencia del interfecto en su puesto de trabajo pasaba a un segundo plano, suponiendo que alguna vez hubiera estado en alguno, cediendo en importancia a la enjundiosa cuestión del sobre declinado. Se formuló consulta al Ministerio, que impartió precisas instrucciones para proceder sobre los haberes rehusados y el renuente empleado. Transcurridos tres meses de inasistencia reiterada al puesto de trabajo, se dará de baja en la plantilla y en la nómina al remiso funcionario, sin más trámite, reintegrándose los haberes no cobrados al Tesoro, decía el oficio del Ministerio. Y así se hizo.
Su familia, compelida por necesidades más perentorias que las que animan el funcionamiento administrativo, no pudo esperar los tres meses reglamentarios. Dos semanas después de que Vicente le diera a su mujer unas monedas, en lugar de la paga, una mañana, ella cogió a los tres niños, los pocos enseres que valía la pena conservar y, con ayuda de un familiar, se marchó de aquella casa que no era suya, sin decir nada y para siempre.
Cuando, a la hora de comer, Vicente llegó a casa, incluso una mente distraída como la suya pudo percibir que se encontraba completamente vacía. Pero su cerebro apenas cedió espacio a las señales inequívocas de que su mujer se había ido para siempre y se había llevado a sus hijos. En cambio, le invadió un ligero fastidio cuando comprendió que no tenía nada que comer, ni modo de procurárselo por medios normales. Se sentó en la única silla que había quedado, una vieja silla de enea, cuyo dueño no la había ido a recoger, después de repararla, y se quedó mirando bobamente el paisaje desnudo que le rodeaba. Salió a la calle y vagó sin rumbo durante unas horas. Al caer la tarde, el hambre, el frío y la sed espolearon su espíritu. Con un hilo de esperanza decidió dirigirse hacia el viejo barrio de su infancia. Pasó por el portón abandonado del taller en el que cultivó las escasas dotes que le había otorgado la vida y, sin mucha conciencia de su itinerario, se encontró llamando al desportillado timbre de la Reme, una vieja prostituta de la Alameda que conocía desde sus tiempos de aprendiz. La Reme fue su iniciadora en el arte de amar, si puede llamarse así a los urgentes y sórdidos encuentros iniciáticos que tuvo con ella en su adolescencia, incitado por los obreros de la mueblería. La mujer le cogió cariño a ese chaval atolondrado que apenas hablaba y la trataba de usted y Vicente veía entonces en esa mujer de edad madura a la única persona en el mundo que le daba afecto, de modo que fue creándose entre ellos un vínculo que había durado hasta entonces. Durante toda su vida, Vicente la visitó de cuando en cuando, a veces, sólo para pasar un rato sentado a su lado, sin hablar necesariamente de nada, buscando sólo un calor que no tenía en ningún otro sitio. La Reme le ponía una cerveza fría y él se lo agradecía con una sonrisa o, eventualmente, reparándole algún desperfecto de la casa que estuviera dentro de sus cortas capacidades.
Cuando la Reme abrió la puerta él sólo le dijo que tenía hambre, necesidad que ella le satisfizo, no sin extrañeza, sin preguntarle nada.
A los pocos días de quedarse solo, cortaron la luz y el agua en su casa, lo que agudizó, si aún más cabía, el ambiente inhóspito de la estancia. Vagaba todo el día por la ciudad, acompañado de un cesto de mimbre que llevaba bajo el brazo, en el que parecía ocultar algo bajo un sucio trapo de cuadros que, en realidad, no ocultaba nada. Se movía con modales extravagantes que, aunque inofensivos, generaban inquietud en los viandantes. Pronto fue conocido en toda la ciudad y la gente murmuraba en voz baja al verlo: ahí va el aventado de Vicente. Entre sus chocantes ademanes repetía frecuentemente uno que le hizo famoso. Daba en acercarse peligrosamente a los vehículos que se encontraban en tránsito y, con un gesto incongruente, como de mirar a lo lejos, con la palma de la mano extendida sobre la frente, como un apache, caminaba junto a los coches que circulaban, observando tras los cristales a sus ocupantes, tal si buscara identificar entre ellos a un conocido. Se corrió por toda la ciudad la estúpida leyenda de que a su mujer la había atropellado un coche y que el pobre y perturbado Vicente buscaba desconsolado entre los automovilistas al homicida.
Al caer la noche, solía aparecer por casa de la Reme en busca de sustento, que ella le procuraba sin entusiasmo, pero sin queja. Los días de lluvia y muchos otros se quedaba a dormir en una sucia colchoneta de gomaespuma que la Reme le preparaba junto a su cama.


Uno de los días en que durmió en su propia casa lo despertaron a una hora desusada para él unos fuertes golpes en la puerta. Medio amodorrado, abrió la puerta y se encontró a tres personas, encabezadas por una de ellas que llevaba la voz cantante y escoltadas por una pareja de guardias armados. Quien parecía gobernar aquella operación se dirigió a Vicente por su nombre y le hizo saber, en una jerga ininteligible para él, que su casa había sido embargada por el recaudador, por impago contumaz de los impuestos municipales y del suministro de agua y electricidad de la vivienda. Comoquiera que la cara de Vicente denotaba que no había entendido nada de la jerigonza burocrática del agente recaudador, este decidió traducírselo a román paladino y le dijo que había perdido su casa por no pagar al Ayuntamiento la contribución, la luz y el agua, que se encontraban allí para lanzarlo de la vivienda y que tenía cinco minutos para recoger los enseres que quisiera conservar. Vicente comprendió el trance en que se encontraba con una rapidez inusitada, a lo que, sin duda, contribuyó la presencia de los dos guardias armados. Con un gesto de asentimiento entró de nuevo en la casa y salió a los pocos instantes, encontrando al grupo reunido a pocos metros de la puerta. Caminaba cabizbajo con ademán de derrota y abandono y, al pasar cerca del grupo se aproximó ladinamente al recaudador y, blandiendo una enorme gubia de veinte centímetros de hoja, que llevaba oculta en el cuerpo, se la hundió en el esternón con todas sus fuerzas.