sábado, 28 de febrero de 2009

¡Túmbala!



El día 7 de febrero se constituyó la Plataforma Ciudadana «¡Túmbala!», con el objetivo de evitar la construcción de la llamada Torre Pelli, que pretende llevar a cabo Cajasol, prácticamente encima del Conjunto Monumental de La Cartuja, de Sevilla.
Las entidades que la promueven son Arquitectura y Compromiso Social, Ecologistas en Acción, la Asociación para la Defensa del Patrimonio Histórico-Artístico de Andalucía (Adepa) y la Asociación de Profesores para la Difusión y Protección del Patrimonio Histórico «Ben Baso».
Me uno desde este blog a esta iniciativa, aunque es probable que no exactamente por los mismos motivos que los promotores de ¡Túmbala!. No estoy en contra de que se construyan uno o más rascacielos en Sevilla. Pero me parece un despropósito hacerlo en pleno casco antiguo, violentando un lugar plácido y tranquilo, aunque poco frecuentado por los sevillanos, como es el Conjunto Monumental de La Cartuja, incluyendo su valioso y bucólico jardín. A cinco minutos apenas de la calle Torneo, uno puede sumergirse en un paraje apacible y sereno, además de bello y sentirse lejos del ruido y del trajín de la ciudad. Todo esto se irá al traste si se construye el monstruo proyectado.
Por otro lado, la dichosa torre convertirá la entrada a Sevilla desde Huelva en un nudo caótico, en el que quedarán atrapados diariamente miles de ciudadanos que entran y salen de la ciudad.
Se lo deberemos a Cajasol, una de esas entidades que sólo parecen responder ante dios y la historia, en sorprendente contubernio con el Ayuntamiento.
Así que ya sabes, si quieres evitar ese disparatado e inoportuno proyecto, apúntate a ¡Túmbala!

¡Cuántos años esperando por esto!


El periódico de ayer sábado me ha llenado de emoción. El resumen de las grandes líneas del primer presupuesto federal de la era Obama me produce la satisfacción intelectual de ver plasmada una línea política que comparto plenamente. Entre las medidas más importantes que propone el nuevo Presidente de los EE.UU. están algunas de las ideas que vengo defendiendo en este blog:
- Más gasto público para afrontar la depresión, pero con un horizonte de estabilidad presupuestaria.
- Sanidad para toda la población.
- Justicia tributaria. Más impuestos para los más ricos y reducción de impuestos para la clase media.
- Apoyo a las energías alternativas.
- Reducción de las escandalosas e injustas subvenciones agrícolas.
- Reducción del gasto militar.
Qué más se puede pedir. Y mientras, en Europa, la derecha dando tumbos y la izquierda haciendo el ridículo. Y todavía hay quien habla de bajar los impuestos. ¿Y quién va a pagar la cuenta? ¡Necios!

Pequeña "baraka"


Me acabo de detener en un kiosko de prensa a comprar el periódico. Me subo al coche y cuando llevo unos metros recorridos echo mano de la funda de las gafas de sol y no la siento en mi bolsillo. Me detengo, miro por todo el coche y no la encuentro. Se me ha debido caer al subir o bajar del auto cuando me paré en el kiosko, pienso. Vuelvo sobre mis pasos y, al acercarme al puesto de prensa, no veo la funda por el suelo. Me bajo, le pregunto al kioskero, que está en ese momento atendiendo a un cliente, por mi funda de gafas y ambos me miran con una extraña expresión que no sé interpretar. El chico del kiosco se gira hacia dentro y coje un objeto del estante. Es la funda de mis gafas, que la acaba de recoger de la calzada el señor allí presente, instantes después de que la rueda de un coche le pasara, de lleno, por encima. La funda, como puedes ver, está inutilizable. Se la entregaré a General Óptica para un museo de resitencia de los materiales. Las gafas sólo han sufrido una pequeña fisura en una de las lentes. Este no es el milagro que estoy esperando. Ojalá no haya agotado mi "baraka" con esta pequeña munición de fogueo.


viernes, 27 de febrero de 2009

VIADUCTOS PARALELOS

Me desperté de buen humor y, mientras terminaba de preparar el equipaje, traté de imaginar cómo sería esta vez el viaje con ella. Logré convencerla, a duras penas, para quedarnos en Madrid hasta el día siguiente después del concierto.
Vana ilusión la mía. Antes de llegar ya se había arrepentido. Absurdos escrúpulos que me obligan a recorrer agotadores kilómetros de vuelta en la noche espesa.
Permanecimos en el estadio hasta que Bob X y su banda ejecutaron el último de los cuatro “bises” que les exige un público ansioso. Al conocer nuestro abrupto regreso sugerí tímidamente no esperar a salir hasta el final. Esta gente siempre repite canciones, le dije a ella, que prestó a la sugerencia la misma atención que a todas mis exhortaciones sobre el modo de organizar el tiempo y la vida.


Al llegar al coche el caos de tráfico está servido. Centenares de vehículos se arrastran pesadamente por el fango de un aparcamiento improvisado, pugnando por alcanzar cuanto antes el viario asfaltado. No pude evitar anegar el frío habitáculo del coche con una de mis admoniciones: llegaré a casa sin tiempo apenas para descansar antes de ir al trabajo. No como tú, que dormirás los cuatrocientos kilómetros. Sólo obtuve como respuesta un premonitorio bostezo. Cuando penosamente alcanzamos la ansiada ronda de circunvalación de salida de la ciudad otro contratiempo se interpone. Un revuelo de sirenas y luces azules y ámbar centelleantes que se divisa a lo lejos y el tráfico denso que apenas fluye parecen sugerir un accidente. Al llegar al lugar no quedan huellas del presagiado siniestro. Sólo el presentimiento de que un vehículo debió caer a la vía desde la altura superior del viaducto que la cruza. La rotura de las vallas de protección del puente y el laboreo de operarios con fajas reflectantes así lo sugieren.
El aura trágica que se percibe en la atmósfera de aquel lugar viene a confirmar en nuestro ánimo la gravedad del accidente. Involuntariamente, mi cerebro se desplaza a través de los informes y listados de números y porcentajes que manejo diariamente en mi trabajo de mileurista en una compañía de seguros. Desde que empecé a trabajar redactando informes para la dirección de la compañía, sobre estadísticas de siniestros en el ramo del automóvil, me había obsesionado un dato que se repetía invariablemente. Las caídas de vehículos desde puentes y viaductos nunca tienen supervivientes, nunca un ocupante sobrevive para contarlo.
Con estos presagios nos introdujimos en la autopista que ha de llevarnos a casa en apenas tres horas. El escaso tráfico nocturno me anima a intentar mejorar el récord alcanzado aquella tarde camino del concierto, entonces, como ahora, con la ayuda de un insidioso artefacto que detecta a distancia la presencia de radares de la policía.
El silencio del viaje sólo es roto por el reproductor de discos compactos, en el que suena la música de Bob X, como eco del reciente concierto. Nunca atiendo a la letra de las canciones, como si fuera algo superfluo. Es una conducta inducida por mi desconocimiento del inglés, idioma de toda la música que he oído en mi vida. Si entendiera el idioma en el que canta Bob X sabría que su música habla de chicos como yo, que a veces van a conciertos de sus artistas favoritos, que viajan con su chica en pequeños y peligrosos bólidos de color negro que dejan a su paso la estela restallante de su escape y sus potentes altavoces.



Coincidiendo con la hora en punto, el autoradio desconecta la música del disco compacto y conecta automáticamente con el boletín informativo de una emisora sintonizada a muchos kilómetros de distancia. La voz del locutor se escucha entrecortada y llena de interferencias y apenas se puede entender que se refiere a un accidente de automóvil. Viajamos en el coche que hace poco le ha comprado a ella su padre y no he tenido tiempo aún de aprender a manejar la radio.
En la hora siguiente, el aparato vuelve a conectar con el informativo que emite una estación de radio cuya sintonía continúa siendo defectuosa. Entre ruidos metálicos, la voz del locutor parece referirse al concierto que acabamos de contemplar, ya que creo reconocer el nombre de Bob X entre el murmullo electrónico. Intento sin éxito mejorar la sintonía e, inmediatamente, el aparato desconecta la radio y vuelve a conectar la música del disco compacto. La profunda oscuridad de la noche sólo se ve alterada en los cruces y las áreas de servicio de la autopista, oasis nocturnos de luz en el inmenso desierto de la noche de asfalto.
Y así transcurre el viaje, hasta que la iluminación continua de la autovía anuncia que hemos entrado en la ronda de circunvalación de la ciudad. La inercia de los casi cuatrocientos kilómetros recorridos y la anchura de la calzada me impulsan a seguir conduciendo a gran velocidad, olvidando los peligros de circular así por una vía urbana, que comienza a ser transitada por los más madrugadores.


El autoradio vuelve a interrumpir la música en la siguiente hora en punto. Mientras sigo conduciendo sin reducir la marcha intento, de nuevo, obtener una buena sintonía manipulando los mandos del aparato. Trato en vano de dividir en dos mi campo visual, entre el parabrisas y la consola central del coche. El artefacto se resiste a ofrecer un sonido limpio y yo centro mi atención sobre la consola, vislumbrando apenas en breves ráfagas visuales el trazado de la carretera. El cambio en el sonido de los altavoces me transmite el pálpito de que he dado con la tecla apropiada para lograr la mejor sintonía de la emisora. Ello aguza mi atención sobre la radio y me hace desentenderme correlativamente de la conducción durante un crucial lapso de tiempo.
De pronto, la familiar sintonía del boletín informativo suena nítidamente por los altavoces, mientras el nombre de la estación sintonizada que aparece en la pantalla del autoradio parece hipnotizarme por un instante. Conseguido mi propósito, abandono lentamente la visión de la consola y me apresto a centrar el interés en la carretera. Cuando mi vista posa su atención exclusiva en el parabrisas no consigo distinguir el esperado perfil de la calzada, que debían enmarcar unas líneas blancas pintadas en el invisible pavimento, al tiempo que siento un golpe seco contra la carrocería y la extraña sensación de estar flotando en una atmósfera deletérea.
Mientras el coche traza su terminal singladura elíptica mi mente vive intensos momentos de vibrantes sensaciones que, ora aumentan mi insuperable desasosiego, ora me sacuden en un estremecimiento alucinado, ora me sumen en un profundo estupor. Dudo si despertarla o ahorrarle la percepción de la inminencia inevitable, pero me apena vivir ese momento sin ella, aunque tan cerca de ella. ¿Tendría aún tiempo para culparme, para afearme ese final que percibo vivamente tan estúpido?
Por mi mente pasan todas las ideas que confluyen en el instante álgido que estoy viviendo. Mis truncados planes para el concierto, que me han obligado a recorrer en el mismo día casi cuatrocientos kilómetros por dos veces, una a la ida y otra a la vuelta y ambas después de una jornada de trabajo que comenzó a las ocho de la mañana y terminó a las tres de la tarde. Su advertencia de que pensaba dormir todo el viaje de vuelta. Su maldita costumbre de cumplir sus amenazas, su maldito coche con esa maldita radio casi inexpugnable…
Finalmente, decido aguardar en silencio lo que haya de venir, apoyado fuertemente en el volante sobre el que tiendo a desplomar todo mi cuerpo cuando la gravedad hace su trabajo sobre el motor delantero.
Antes de ser absorbido por la nada, la densidad de las sensaciones vividas en tan corto espacio de tiempo me trae a la memoria un pensamiento recurrente en mi vida. Unas palabras de Julio Cortázar, oídas en una lejana entrevista en televisión, en las que explica gráficamente su percepción de la relatividad del tiempo. Revelaba el escritor en aquella entrevista cómo había aprehendido empíricamente la teoría de Einstein viajando en metro. A veces, el trayecto entre dos estaciones apenas nos deja tiempo para situarnos en el mapa de la línea que luce en la pared del vagón. En cambio, en otras ocasiones, ese mismo lapso de tiempo nos permite detenernos en profundas y densas reflexiones sobre cualquier cosa que nos preocupe, siendo así que ambos trayectos han tenido una similar duración en segundos contantes.
Pequeños ruidos metálicos de piezas que se desprenden y ruedan atolondradamente por el pavimento o de engranajes y fragmentos que crujen o chasquean, para acomodarse a su nueva posición en el mundo, suenan como eco del gran impacto. Mientras, el hilo que aún me une a la vida permite a mi cerebro registrar una última señal de mis sentidos. Con una nitidez que parece incongruente entre el caos que presumo a mi alrededor, oigo la clara voz del locutor: “En las primeras horas de la madrugada de hoy han perdido la vida en accidente de automóvil la conocida estrella de rock Bob X y su pareja de los últimos años. El coche en el que circulaban, conducido por él, se precipitó por un viaducto de la carretera de circunvalación, cuando se dirigían a su hotel, al término de su último concierto. Ambos murieron en el acto.”

ALONDRA


Me desperté de buen humor y, mientras terminaba de preparar el equipaje, traté de imaginar cómo sería el homenaje fúnebre de Amparo.
Desde que recibí la noticia de su muerte, apenas tuve tiempo de buscar un billete y prepararme a toda prisa. Ni siquiera reflexioné acerca de si mi presencia en las exequias era tan ineluctable como mi conducta parecía demostrar.
Desde que hace dos años me marché a Holanda no había vuelto a verla. La distancia de espacio y tiempo que me ha separado de ella produjo su efecto. Mas, no todo el que yo pretendía. Seguía preguntando por ella en los escasos contactos que mantenía con mi vida anterior y aguzaba mi atención cuando alguien me refería algún episodio en el que ella estuviera presente.
En todo caso, cuando supe que había muerto no lo pensé dos veces. Allí quería estar yo. Ya se vería con qué papel, si es que tenía alguno.
En el taxi que me llevaba al aeropuerto empiezo a ordenar las horas siguientes, tal y como las presiento. Dormiré en casa de mi hermana. La llamo. Repaso la nómina de amigos y conocidos, para barruntar con quién me encontraré en el funeral, pensando cerca de quién me gustará estar.
De pronto caigo en la cuenta de que habrá un libro de condolencias. La Universidad tiene esa costumbre y más tratándose de la máxima autoridad académica. Este asunto me entretiene el resto del trayecto hasta el aeropuerto. Debo pensar bien qué anotaré en el libro. Todos tratarán de extraer de entre sus líneas materia para la chanza y el cotilleo. Me gustaría poner algo cuyo sentido sólo ella hubiera entendido. Quizá no firmaré o emplearé una grafía ilegible. Pienso en alguna de las músicas que hemos compartido. Algo íntimo. Recuerdo “Songs From The Last Century”, de George Michael, que tantas veces nos ha acompañado y estimulado en tardes y noches tórridas de amor y deseo. No hay duda, ese disco fue la banda sonora de nuestras efusiones amorosas.
Pero, ¿no resultará demasiado obvia la cita de una música de connotaciones tan evidentes? Quizá sí. Quizá sería mejor pensar en algo más oscuro o más abstracto, o las dos cosas a la vez. De pronto, estas evocaciones ayudaron a que en mi mente irrumpiera como una revelación la palabra adecuada.
“Llámame Alondra”, me había dicho ella la primera vez en que compartimos intimidad. Y yo la llamaba quedamente así, en nuestros lances de amor proscrito. Me gustaba esa palabra, su musicalidad y su poder evocador. Ya no sabía si el deleite que sentía al pronunciarla era anterior o posterior a ella, pero, en mi memoria, había quedado íntimamente ligada a su recuerdo.
Entro en el avión con mi ordenador portátil. Quiero dedicar el viaje a escribir una necrológica de Amparo, para publicarla en el blog. Como es un blog anónimo, o eso creo yo, al menos, pues sólo me identifico con un seudónimo, pienso que podré escribir lo que quiera con entera libertad. Más que una necrológica al uso, me apetece contarle todo lo que el silencio de dos años se ha llevado. Sí, le escribiré una carta. Enseguida sé que me dejaré llevar por mi innata tendencia a redactar un memorial de agravios, con ese vicio tan mío de enfundarme en la túnica de la cofradía del santo reproche, como diría Joaquín Sabina. Cómo huir de las recriminaciones, cómo escapar del ridículo resentimiento de los amores contrariados. Pero no puedo luchar contra sentimientos tan genuinos…

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“…Recuerdo tu candidatura a las elecciones al rectorado. Con qué desenfado viniste a decirme que habías decidido presentarte. Yo enseguida pensé que si ganabas volarías lejos y te lo dije. A ti no parecía importarte. Me obligaste a exigirte que me incluyeras en tu candidatura. Casi me humillé pidiéndotelo.
En tu segundo mandato, cuando el cansancio y el aburrimiento de una política universitaria carente de medios y de objetivos me hizo volver a mis clases, te deshiciste olímpicamente de mí. Sabías que me costaría el regreso a la actividad docente. Que no aguantaría a tu sustituto al frente del Departamento. Así que me llamaste un buen día para hablarme de ese programa de intercambio de profesorado con la Universidad de Utrecht. No sé holandés, te dije. Pero querías facilitarme la evasión a toda costa, así que me convenciste de que en las universidades holandesas no hace falta saber neerlandés para dar clase. Basta saber inglés o alemán, me dijiste…”


--------oooOooo--------

En el salón de grados de la Universidad no hay nadie cuando entro. O, mejor dicho, sólo está ella. Sobre el féretro, el escudo de la Universidad bordado sobre un paño azul y, en un lateral, un atril con el libro de condolencias.
Me detengo apenas ante el féretro, como si esbozara una breve oración imaginaria y me dirijo hacia el atril. La ausencia de gente en aquel momento me incita a curiosear. No hay muchas páginas escritas, escasamente cuatro o cinco con letras apiñadas en líneas inclinadas que cuesta leer. Me entretengo en descifrar algunas, logrando aflorar los tópicos necrológicos que invariablemente contienen. Mas, no todas. Entre los diminutos renglones de una de las primeras dedicatorias destaca con nitidez una palabra cuya percepción me turba. Me esfuerzo en averiguar la identidad de su autor, a quien ya siento coparticipe de una intimidad compartida, pero no lo logro. Continúo leyendo y, antes de cerrar el libro, aún puedo leer claramente aquella palabra en un par de ocasiones más, escrita con su inicial en mayúscula.
Las viejas brasas de un antiguo rencor no olvidado se avivan en mi interior. Guardo en mi bolso el bolígrafo que tengo en la mano y vuelvo mis pasos hacia la puerta de salida. Comprendo de pronto lo absurdo del viaje y la futilidad de mi papel en los actos que se desarrollarán a continuación. Abro la puerta del salón de grados y, mientras se cierra suavemente, contemplo por última vez el féretro. Mi mirada queda fija en la puerta ya cerrada, al tiempo que aquella palabra retumba en mi cerebro, seca, casi despectiva, desprovista ya de la música que me ha acompañado desde hace tantos años.

domingo, 22 de febrero de 2009

Antonio Machado


Hoy hace 70 años que murió Antonio Machado en Collioure (Francia). Machado no es sólo uno de los más grandes poetas en lengua castellana. También representa para muchos españoles una tradición ilustrada y comprometida con los valores de la justicia y de la libertad que encarnó lo mejor de II República. Su compromiso intelectual y ciudadano con esos valores le obligó a exiliarse, como a tantos otros compatriotas, fruto de uno de los episodios más negros de nuestra historia. Las generaciones de hoy y del futuro deberían recordarlo como una gloria nacional. Su obra debería ser objeto de atención especial en la escuela y de reconocimiento constante los valores cívicos e intelectuales que encarna, porque son los valores que, felizmente, presiden hoy nuestra convivencia política.


A UN OLMO SECO

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.


sábado, 21 de febrero de 2009

ASIENTO VACÍO (The Reader)

Fui solo al cine. No importa ahora por qué. Quería ver El lector. Leí la novela hace años y fue de esos libros que me dejaron huella. La sutileza de los sentimientos que la llenan, la hondura de los problemas que plantea. En apenas doscientas páginas se condensa un tratado de la culpa, el amor, la memoria, el olvido…
Tiene El lector un canto menudo en la biblioteca, que siempre me llama cuando mi vista pasa de soslayo por la estantería. Sabes que está ahí, como un compañero que un día te ofreció lo mejor que ofrecen los libros. El placer de disfrutarlos mientras los lees, el deseo de exprimirlos, el desencanto que te va invadiendo cuando ves que se terminan y piensas que nada podrá relevarlos, que nada logrará suscitar en tu alma el encanto y la seducción a los que sucumbiste leyéndolos.
Entré en el cine varios minutos antes de la hora y ya estaba la sala casi llena. Tuve que hacer levantar a una pareja para colocarme en mi asiento. Él estaba a mi lado y salió de la sala instantes después de yo sentarme. Irá a por agua o palomitas, pensé. Pero empezaron los anuncios, terminaron los trailers y empezó la película, y el tipo no volvía. Yo la miraba a ella por el rabillo del ojo y no parecía inquieta. No miraba hacia la puerta, ni hacia ningún otro lado que no fuera la pantalla. Nada había en su conducta que denotara impaciencia o contrariedad.
Me sumergí en la película, aunque reparaba de vez en cuando en el asiento vacío que había a mi lado.
Me encantó la película. Kate Winslet está magnífica. Qué madurez profesional más espléndida se ha decantado en aquella chica mona de Titanic. Hace poco le vi otra interpretación regia en Revolutionary Road. En cambio, Ralph Fiennes está bastante soso. Más me gustó el actor joven que interpreta el personaje adolescente que hace Fiennes de adulto. Es quizá la fase más lograda de la película, la que narra las relaciones del chico con la protagonista. Son intensos y cautivadores momentos. Quizá debería decir que Ralph Fiennes se redime en parte en una de las escenas finales, cuando visita a la superviviente del campo de Auschwitz en Nueva York. Es una escena de cierre de la película, en la que se condensan las grandes cuestiones que la recorren.
Al terminar la película casi me había olvidado de mi compañera de fila abandonada. Me quedé viendo los títulos de crédito, disfrutando de la música de fondo y sin demasiado interés por volver a un mundo real del que había huido para sumergirme en este mundo de ficción y de ilusiones. Cuando terminó la música y me levanté ella se había ido.
En el parking del centro comercial, cuando me aproximaba a mi coche, una mujer estaba sentada en el capó de un auto que creí el mío. Miré la matrícula y comprobé que se trataba de un modelo idéntico, que estaba aparcado junto al mío. Pulsé el botón del mando a distancia y las luces de ambos coches parpadearon al unísono. La mujer se sobresaltó ligeramente, se bajó del capó de un salto y, abriendo la puerta del coche, se me quedó mirando, lo que me permitió confirmar algo que ya me había parecido entrever. Era mi vecina del cine.
Manteniendo la puerta de su coche abierta me pidió que volviera a pulsar el mando a distancia y las luces volvieron a parpadear.
- Vuelva a abrirlo, me dijo. Y yo lo hice, con el mismo resultado.
- A veces pasan estas cosas, dije yo. Una confusión en las frecuencias de los mandos en la fábrica, que provoca esa duplicidad. Lo portentoso es la coincidencia.
- Verdaderamente, dijo ella. Mi marido se ha llevado el mando a distancia y estaba aquí esperando a que me lo traiga. Por suerte no será necesario, porque tengo una copia de la llave de contacto dentro del coche.
Al instante llamó a su marido por el teléfono móvil para decirle que ya no hacía falta que viniera, enzarzándose ambos en una confusa diatriba, acerca del procedimiento mediante el que se había abierto la puerta, que ella zanjó en tono autoritario.
Mientras ella hablaba por el teléfono móvil vi el libro de El lector en su bandeja trasera.
Cuando terminó su llamada inició un gesto, como de agradecimiento o quizá de despedida, que yo interrumpí preguntándole:
-¿Le gusta Bernhard Schlink?
- ¿Porqué me lo pregunta?
- He visto el libro en la bandeja trasera.
- He leído toda su obra publicada en castellano y acabo de releer El lector. Siempre que puedo lo hago antes de ver una película que esté basada en una novela.
Empezamos una conversación, con ribetes algo tópicos, acerca de la fidelidad de las películas para con las obras literarias en las que se basan, que continuó con un intercambio de impresiones sobre la película que acabábamos de ver “juntos” y sobre algunos cuentos de Bernhard Schlink.
Al cabo de un rato ella se sentó en el asiento de su coche, con un ademán que no denotaba intención de dar por terminada nuestra charla, sino, meramente, de asegurarse de que, efectivamente, tenía una copia de la llave guardada en el coche. La encontró rápidamente, la puso en el contacto y la giró ligeramente, sin arrancar, como para comprobar que se trataba de la llave correcta. Al instante comenzó a sonar a alto volumen en el equipo de sonido el disco de Duffy, Rockferry. Me sorprendió oír esa música que yo había descubierto hacía pocos días y de la que nadie me había hablado hasta entonces, pero sólo acerté a preguntarle si le gustaba oír la música alta mientras conducía.
Apagó el contacto, se bajó del coche y me dijo que sólo le gustaba oír música si era a alto volumen.
Continuamos un rato más charlando en el parking. Ya no recuerdo quién de los dos sugirió ir a tomar una copa. Cerramos su coche con mi mando a distancia y ella se subió en el mío. Al poner el contacto comenzó a sonar la canción Stepping Stone, la pista número 4 del disco de Duffy. Los dos nos miramos y sonreímos en silencio.
Yo no le pregunté porqué se había marchado su marido de la sala, ni ella me preguntó porqué había ido solo al cine. Aquella noche fue larga, muy larga. Tan larga, que ya no volví a casa, ni ella tampoco.

viernes, 20 de febrero de 2009

Impresentable

"En cuanto a lo de Bermejo, ¿porqué llamamos inoportuno a lo que es directamente impresentable?"
De lo columna de Juan José Millás de hoy.

domingo, 15 de febrero de 2009

sábado, 14 de febrero de 2009

DESPEDIDA EN LA PLAZA

Hacía varios meses que los efectos de la depresión se dejaban notar en el bar. La clientela habitual de tiendas y oficinas del entorno sólo conseguía llenarlo a la hora del desayuno. El segundo café de la mañana, el vermouth o la cerveza de última hora y las tapas al salir del trabajo prácticamente habían desaparecido.
El temor a perder mi empleo apenas me perturbaba. En cierto modo, debo decir que disfrutaba con la nueva situación, ya que me permitía entregarme durante los largos lapsos de tiempo en que no entraba ningún cliente en el bar a practicar mi afición favorita. Observar a los viandantes, tan numerosos en esas horas matutinas en esa zona de la ciudad.
Y no se piense que era una actividad pasiva, meramente contemplativa. Lo que llenaba mi tiempo, lo que verdaderamente me atraía y a lo que me entregaba con fruición era tratar de descubrir el secreto que con ellos iba. Un rasgo de su personalidad, un motivo de su deambular por aquel lugar en aquel momento, un sufrimiento que les atormentara, un motivo de felicidad que les embargara.
Contemplaba la expresión de sus rostros: preocupada, indiferente, risueña, sorprendida… Su ropa: deportiva, elegante, informal, desaliñada… Su modo de andar: resuelto, dubitativo, cabizbajo… Si iban solos o acompañados, si llevaban algún paquete, bolsa o maleta.
Cuando por alguna razón ignota fijaba mi atención en algún transeúnte, lo observaba con la profundidad y amplitud de un antropólogo y, en algunos casos, emitía mi propio dictamen. Ése acaba de encontrar un trabajo, aquél otro lo acaba de perder, la chica de la maleta roja viene de la estación de tren a ver a su madre enferma, esa pareja acaba de leer el análisis que le han dado en la farmacia y ella no está embarazada, ese señor mayor con bastón ha comprobado con resignación en la ventanilla del banco que el importe de su magra pensión permanece invariable…
En muchas ocasiones se me resistían. A pesar de que la persona en cuestión desprendía un interés notorio para mi inquietud antropológica, ningún rasgo externo me ayudaba a descubrir la intimidad del secreto que atesoraba.
Aquella era una luminosa mañana de un invierno ya declinante. Las copiosas lluvias de los días anteriores habían dejado una atmósfera limpia, y el sol de mediodía que bañaba la plaza invitaba a caminar premiosamente y a dejarse calentar por los tibios rayos que se proyectaban sobre las piedras del pavimento, aún humedecidas por los recientes chubascos.


Acodado a este lado de barra, contemplaba distraídamente tras el cristal el ir y venir de los viandantes. Nada ni nadie había llamado mi atención especialmente esa mañana, cuando detuve la mirada en un hombre y una mujer que, mientras conversaban, caminaban despacio por la calle hacia la plaza. No podría decir qué razón me impulsó a hacerlos objeto de mi análisis. Nada en ellos parecía sugerir ningún secreto que mereciera la pena desvelar. Una pareja común, un matrimonio, dos compañeros de trabajo, dos simples amigos que caminan juntos y se dirigen a cualquier sitio sin ningún interés.
Al llegar a la esquina de la plaza la pareja se detiene y continúa conversando. El lugar en el que se han parado los convierte en un objetivo perfecto para mí, pero yo aún me resisto a fijar mi atención en ellos. El sol que inundaba aquella esquina realzaba el vivo color de su foulard, resaltaba los reflejos cobrizos de su pelo e iluminaba el esplendente y notorio atractivo de su rostro. Inevitablemente me fijé en ella y comprobé que su mirada no transmitía bienestar ni dicha. Un indisimulado rictus, entre la contrariedad y el desencanto, envolvía su cara. La preocupación que reflejaba el rostro del hombre que la acompañaba no parecía ser sino el complemento natural de los sinsabores de ambos.
Uno hablaba y el otro parecía contestarle. Se diría que se decían cosas importantes, pero lo hacían quedamente, sin aspavientos ni estridencias.
Aquella escena duró apenas dos minutos. Una sonrisa, casi una leve mueca que no ocultaba el dolor de aquel instante, precedió a una despedida sólo acompañada por una tenue caricia de sus manos. Ella volvió sobre sus pasos y se fue alejando de él caminando por la calle por la que habían venido. Mientras, él permaneció quieto contemplándola, esperando quizás que ella girara su rostro y poder intercambiar así entre ambos un último mensaje. Pero yo no pude verla, pues pronto desapareció del campo visual de la ventana del bar.
Mi cerebro bullía en ese momento con toda clase de conjeturas que explicasen el genuino dolor de la escena que acababa de contemplar. Amores contrariados, enfermedades, proyectos frustrados, negocios arruinados y toda clase de sinsabores y desengaños acudían a mi mente, cuando el hombre que había permanecido quieto en la esquina encendió un pitillo y se dirigió resuelto hacia la puerta del bar, obligándome a abandonar mis disquisiciones.
Ocultando sus ojos tras unas gafas de sol, pidió un whisky doble de malta y se sentó en una de las mesas. Sin quitarse las gafas, comenzó a escribir con un lápiz en el papel de las servilletas que había en la mesa. A cada rato interrumpía su escritura y parecía sumirse en profundas divagaciones, completamente ajeno a mí, su constante compañía, y al escaso movimiento de clientes que había en el bar.
Permaneció allí más de una hora. Finalmente, recogió las servilletas que había escrito, pagó su cuenta y se despidió con un sonido apenas gutural.
Cuando recogí el servicio de la mesa había en el cenicero pequeñas bolas de papel arrugado, restos de servilletas inutilizadas. No pude reprimir curiosear los renglones inacabados y tachados de aquellos trozos de papel deleznable. En uno de ellos se podía leer claramente: “Mientras, permanecí quieto contemplándola, esperando quizás que ella girara su rostro y poder intercambiar así entre ambos un último mensaje, quién sabe si de resignación o de esperanza. Pero no lo hizo. La curva de la calle por la que se alejaba lentamente iba extinguiendo su cuerpo poco a poco, hasta que desapareció de mi vista.”

viernes, 13 de febrero de 2009

El beso, según Julio Cortázar

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Este es el famoso Capítulo siete de Rayuela, al que se refirió el otro día Juan Cruz, en el artículo que cité en la entrada anterior. El de arriba es mi ejemplar de Rayuela.

"Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua."
RAYUELA (Capítulo siete)

jueves, 12 de febrero de 2009

Veinticinco años sin Julio

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Juan Cruz recuerda hoy, en la Cuarta Página de El País, a Julio Cortázar, con motivo del vigésimoquinto aniversario de su muerte. Y narra una anécdota que contó el escritor en una de sus últimas entrevistas.

Contaba en esa entrevista Cortázar que en el barrio gótico de la Ciudad Condal se había detenido a escuchar un concierto de una joven que cantaba como Joan Baez. Escondido en la oscuridad de la calle, harto de que le abordaran para tener su autógrafo, este hombre de casi dos metros se vio asaltado por un joven que le ofreció una torta.
-Julio, toma un pedazo, le dijo el chico.
Cortázar se hizo a un lado; era, desde que fue un chiquillo, un hombre tímido; no le gustaban las fiestas ni los saraos literarios; por no estar en ningún sitio fijo fue capaz (con Aurora Bernárdez, su primera mujer, su viuda) de renunciar incluso a los empleos fijos. Así que allí estaba, en Barcelona, tímido siempre, y enfermo, escuchando a una chica que cantaba como Joan Baez, y deseando desaparecer del camino del joven que le ofrecía el pastel. Hasta que se convenció de que debía tomarlo. Y le dijo al chico:
-Muchas gracias por acercarte y convidarme.
Fue entonces cuando el joven le dijo a Julio Cortázar lo que muchos de los que leímos Rayuela (y los cuentos, y los cronopios, y Los premios, y 62 Modelo para armar) le hubiéramos dicho en ese sitio o en el limbo si existiera y fuera el sitio donde ahora estuviera mirando:
-Pero, escucha, te di muy poco comparado con lo que tú me diste a mí.
Julio le dijo: "No digas eso, no digas eso", y le comentó después a quien le hizo esta entrevista (Jason Weis), quizá la penúltima: "Y nos abrazamos y él se alejó. Bien, cosas como éstas son las mejores recompensas de mi trabajo como escritor. Que un muchacho o una chica se acerquen a hablarme y a ofrecerme un pedazo de torta, es maravilloso. Así vale la pena el trabajo de escribir".

Quienes le recordamos vivo aún pensamos que cualquier día le veremos aparecer en un periódico o en una entrevista en televisión, con esa voz suya grave y cadenciosa, con esas erres arrastradas, huella improbable de su nacimiento en Bélgica. Por suerte nos queda para siempre su obra, sus relatos, sus novelas y otras creaciones sui géneris. Suelo releer de vez en cuando alguno de sus cuentos, no sé porqué, me rejuvenece. Bueno, sí sé porqué. Acabo de abrir uno de los volúmenes de sus relatos que publicó Alianza Editorial y consta que lo compré el 29 de diciembre de 1976. Mira que nos cambia la vida, pero hay cosas que permanecen con nosotros para siempre.

sábado, 7 de febrero de 2009

AGUA CORRIENDO

Mi despacho tiene un aseo anejo. Apenas lo uso, a pesar de las horas que paso allí. Es una estancia impersonal, con un lavabo encastrado en una encimera de piedra artificial bajo un enorme espejo y, en la pared de enfrente, un solitario inodoro coronado por una cisterna con dos pulsadores para elegir el caudal de la descarga.
Aquella mañana transcurría como todas. Documentos para firmar, llamadas de teléfono, despacho con mis colaboradores… Nada hacía presagiar que algo extraño iba a suceder. Decido realizar una de mis desusadas visitas al aseo. Abro la puerta, la luz se enciende merced al sensor volumétrico, me aproximo al inodoro, abro la tapa y el ruido del agua que alimenta la cisterna me transmite el pálpito de que alguien la acaba de usar. Es imposible, pienso. No hay otro modo de acceder a la estancia que desde mi despacho y desde otra puerta que está permanentemente cerrada con llave. Y además, aunque estuviera abierta, yo habría visto y oído al intruso. Me quedo pensativo de pie junto al inodoro, mientras el rumor del agua se reduce paulatinamente hasta que se extingue con un leve estertor del mecanismo de cierre de la cisterna.



Perplejo, cierro la tapa del inodoro, vuelvo sobre mis pasos, me siento de nuevo en mi mesa y continúo pensativo. De pronto, caigo en la cuenta de que no he orinado y de que tengo la bragueta del pantalón abierta. Algo confuso, me subo la cremallera y miro distraídamente a la calle. La oscuridad de la mañana permite que se refleje en el cristal de la ventana la puerta del aseo que ha quedado abierta.
Cuando recuerdo este episodio que ocurrió hace varios meses, no estoy seguro de que esa figura con una mueca sarcástica bajo el dintel de la puerta del aseo que acude a mi mente sea el reflejo que vi aquel día en el cristal de la ventana. Sí recuerdo que entonces empezó a llover como no lo hacía desde mucho tiempo atrás. El placer de oír, ver y oler el agua de lluvia mojando la calle me impulsó hacia la ventana y, al abrirla, quedó disuelta para siempre la imagen que reflejaba.