lunes, 31 de enero de 2011

London V

I have not written in the blog several days ago. Maybe you do not believe it, but I had not any time. I have been on Saturday and Sunday in London and, when I came back at home, I was very tired and I had to do my homework and other things.
Today, after swiming pool, I walked around the centre city of Kingston (but Kingston is not a city, is a town; british). I got into a bookshop and, unbelievable!, I found the guide which I was looking for since I arrived to London. It is called "London not for Tourist" and I bought it because my friend Lola León, who was in London last year for three months, suggested me.
The bookshop is very big and in a corner there is a small bar where I am now writing this and having a coffee. I do not enjoy the cofee, because all cofees in Britain are very bad. I think so. I do not know how asking for it. I have just asked for a double express, but it is very bad too. British.
I must come back at home, because tonight (at seven o'clock, of course) I am going to go out with my host family for dinner and I have to recharge my Oystercard before and, then, get the bus at home.
I will be here again tonight or tomorrow to tell you more things about my life here...
Uff!
To be continued...

-- From Mi iPhone

jueves, 27 de enero de 2011

London IV

Ayer fui, finalmente, a la piscina. Es grande y cómoda y el vestuario es mixto y con las duchas todas descubiertas, pero no pienses en un espectáculo. Simplemente, esta gente tiene un sentido de la higiene distinto al nuestro. La piscina es estatal y se llama The Kingfisher (british).

Luego me recorrí tres tiendas de telefonía móvil y una tienda Apple, para ver si resolvía mis problemas con el móvil. Te puedes imaginar mis conversaciones con los dependientes, por suerte, en general, bastante pacientes. Al final, decidí comprar una tarjeta de O2, la filial de Telefónica aquí, la instalé en casa y funcionó. Un día le tengo que dedicar un capítulo al turista cibernético. Tengo instalados en el iPhone toda clase de planos y guías de Londres, pero he optado, al final, por comprarme un plano de papel.

Más tarde fui al cine con mi familia de acogida, a ver The King’s Speech (El discurso del Rey). Apenas entendí nada, pero la película es tan buena y la interpretación de los actores tan brillante que no creo haberme perdido nada importante.

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Realmente, consiguió emocionarme en más de un momento. No sé si influyó el estar rodeado de británicos con el alma patriótica encogida, contemplando las angustias y tribulaciones de su querido e inopinado Rey.

Hoy he ido a ver el Palacio Real de Hampton Court. Salette me ha cedido un pase de esos que ella tiene (tiene pases para todo), que me ha permitido ahorrarme las 18 libras de la entrada. Pero mi Oyster Card (la tarjeta de transporte) se había agotado y en esta estación no se puede recargar, de modo que saqué un billete de ida y vuelta para un trayecto de tren de unos 5 minutos, más o menos: 4 libras. En casa, a la vuelta, dije que me había parecido carísimo el precio del billete. Te refiero la respuesta de mis anfitriones, porque supongo que es expresiva de algo. Por un lado, ella me dice que no sabe de qué me quejo, con lo fuerte que está el euro; y, por otro lado, él dice: this is England, not Spain (british).

La tarde era heladora. Para llegar al Palacio tuve que atravesar el Támesis en un momento en que caía una fina aguanieve. La visita merece la pena. Yo me armé de audioguía, en inglés, of course, y visité pacientemente todas las salas. No tengo conocimientos de historia del Reino Unido, pero siempre me ha parecido un poco soberbia y hasta procaz, la exaltación por los ingleses del Rey Enrique VIII. No dudo de que fuera un gran estadista, porque no lo sé, como digo, ni de que engrandeciera su país, pero tiene una cara oscura tan cruel y despiadada, que uno hubiera considerado más lógico un poco de contención. ¿O es todo una leyenda negra católica, resentida por el repudio de Catalina de Aragón y el cisma de la Iglesia de Inglaterra? No lo sé. En todo caso, en Hampton Court, la contención brilla por su ausencia (british).

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Terminé dando un paseo por los enormes jardines. El frío helador y la época del año, tan poco propicios ambos, no me permitieron disfrutar como lo hubiera hecho en un día apacible del mes de abril.

Realmente, tengo muchas más impresiones que contar de estos primeros días, pero no quiero pasarme tanto rato con el castellano y no tengo habilidad para hacerlo en inglés. Es una pena, porque ni lo escribo, ni lo anoto y, cuando vuelva, se habrán evaporado buena parte de esas impresiones y, además, ya no tendré tiempo ni paciencia para recuperarlas.

Ahora me voy a poner con mi homework. Hoy debo escribir una descripción de mi casa. Mi casa, mi casa, no ésta. ¿Dónde está, cómo es, qué estancia me gusta más y porqué, qué reformas le haría, es confortable, nueva o vieja, segura…?

Continuará…

lunes, 24 de enero de 2011

London III

My teacher, esta mañana, ha cambiado de opinión y me ha dicho que le pida a mis profesores de inglés en España que me devuelvan el dinero, pero no ha conseguido desanimarme.
Hoy he ido a Londres, lo que a ti te parecerá una tontería. ¿Cómo es que si vivo en Londres voy a Londres? Bueno, la verdad es que la estación está a 5 minutos de casa y el tren solo tarda 20 minutos en llegar a Waterloo Station. De modo que vivo en Londres, pero voy a Londres.
Nada más llegar, Salette se ha querido subir en la noria London Eye. Que a ella no le cuesta nada, porque tiene no sé qué pase, pero que a mí me ha costado 18,60 libras. Aunque ya me había subido antes y el día estaba lluvioso, la experiencia es interesante.

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Salette quería tomar un cafe en el bar de London Eye, pero yo la animé a buscar otro lugar más agradable. Cruzamos el Támesis por ese lugar de imágenes tan resonantes en la memoria de cualquiera (Westminster, el Big-Ben, el London Eye) y nos adentramos en la zona del Gobierno. En pleno White Hall sugerí un pub de inequívoco aspecto inglés y, nada más entrar, mi anfitriona se transformó. Como si fuera una turista en Londres, se hacía lenguas a cada momento de lo bonito y agradable que era el pub y se despertó en ella una locuacidad que me permitió disfrutar de los mejores momentos de conversación desde que he llegado. Dicho sea en términos de aprendizaje y de disfrute de una charla entre dos personas, aunque sea con la limitación de mi impericia. El café expreso que me tomé era deplorable. No sé cómo lo tolerará tanta gente selecta como allí había.
No te he dicho que Salette es una inglesa nacida en Malta, donde se resguardaron sus padres en la Segunda Guerra Mundial y que tiene un antepasado español, un general que guerreó contra Napoleón, de apellido Carrascosa.
Estuvimos en el pub hasta que ella se marchó a casa a atender a su hija. Yo decidí quedarme en Londres hasta más tarde.
Nos despedimos en Trafalgar Square y era una tentación irresistible no aprovechar para dar una vuelta por la National Gallery, de la que guardo tan grato recuerdo de nuestra primera visita.
Eran las 5 de la tarde y el día había desaparecido casi por completo, oculto tras una fina llovizna y el inexorable ocaso londinense, tan precoz en esta época del año. Desde lo alto de las escaleras de la National Gallery se contemplaba un singular paisaje en el que, sobre una bruma no demasiado densa, se recortaba la estatua del vencedor de Trafalgar y se divisaba, al fondo, la figura del Big-Ben.

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Me resultó de algún modo sorprendente percibir cómo, en apenas unos instantes, uno pasa de un espacio público (la Plaza de Trafalgar) a otro (la National Gallery), también de disfrute gratuito, pero repleto de obras de arte, en el que nadie te pregunta en la entrada dónde ni a qué vas, ni pasas ningún control, ni de tickets, ni de metales. Casi sin darte cuenta entras de la calle y te encuentras delante de un Velázquez o un Turner.
En poco más de una hora que quedaba para cerrar me propuse contemplar apenas media docena de cuadros. Algunos de ellos se encontraban en ambos extremos del Museo, pero su búsqueda se ve completamente facilitada por el plano guía que cogí en la entrada, naturalmente, en su versión inglesa.
No te quiero aburrir con los cuadros. Quizá lo haga en otra visita. Pero sí te diré que entré directamente a disfrutar con la contemplación de la “Venus del Espejo”. Mientras intercambiaba miradas a través del espejo con la diosa del amor, recordaba las conjeturas de Eduardo Mendoza en su última novela, “Riña de gatos”, sobre quién podría ser la mujer que sirvió de modelo a Velázquez y sobre la posibilidad de que existan, ocultos, otros desnudos del mismo pintor.
Volví a disfrutar con “Los Embajadores” de Hans Holbein y “El matrimonio Arnolfini” de Jean Van Eyck. Mis escasos conocimientos de pintura me llevan siempre a apreciar especialmente aquellas obras que, siendo de autores consagrados, poseen un rico contenido simbólico, por los elementos que contienen y porque, en sí mismos, constituyen el símbolo de hechos o procesos históricos, circunstancias que concurren en estos dos cuadros.
Salí de la galería cuando cerraban y me dirigí hacia Charing Cross. Por un lateral de la Estación transcurre Villiers Street, una animada calle de pubs y restaurantes en la que decidí tomar mi dinner, ya que llegaría a casa tarde. Al final de la calle, a mano derecha, en la misma rivera del Támesis, en una calleja de nombre Watergate Walk, hay una larga terraza, llena a esas frías horas de gente tomando copas. También hay gente en algunos de los pubs tomando su cerveza en la calle. Como en Sevilla en primavera, pero con 2ºC.
Mareé la perdiz y cuando quise sentarme no encontré sitio, de modo que decidí…
Continuará…

London II

Termino mi primera clase con la previsible impresión de que mi inglés es aun peor del que imaginaba. Al menos, my teacher opina lo contrario, pero hoy no me sirve de consuelo.
El gato debe ser inglés. No se parece en nada a nuestros gatos domésticos. Tiene un precioso largo pelo negro con algunos mechones blancos y una enorme y esponjosa cola. Anoche, viendo la tele, de pronto, se encaramó de un salto a mi regazo. No son mi fuerte los animales domésticos y mi anfitriona lo percibe inmediatamente, liberándome del felino.
Ahora escribo esto tomando una cerveza en un pub donde he entrado para guarecerme de una fría y fina lluvia, después de infructuosas gestiones para contratar una tarjeta para mi iPhone: al contrario de lo que me dijeron cuando lo compré, el aparato is locked, como dicen aquí.
He estado un rato paseando por una interesante y bien cuidada zona comercial, con grandes almacenes e infinitas tiendas, muchas de ellas de aspecto tradicional. Es el barrio de Kingston, próximo a mi casa, a la que debo volver en autobús, si no quiero llegar empapado. Y ello si soy capaz de encontrar la parada.
Ahora suena en el pub la canción My name is Luca, de Suzanne Vega y me invade una extraña sensación, que mezcla la familiaridad y el extrañamiento.
No sé si es bueno para mis objetivos que siga cultivando este blog escrito en castellano. Debo pensar seriamente en ello.
Continuará...




-- Desde Mi iPhone

domingo, 23 de enero de 2011

London I

Cuando salgo del aeropuerto a buscar un taxi son las 5 de la tarde (6 de la tarde hora española) y ya es de noche.
El taxista no encuentra en el "Tom Tom" el domicilio que le enseño en letras grandes, pero dice que no me preocupe, que lo encontrará llevándome por el camino más barato. En mi inglés balbuciente intento congraciarme con él alabando la profesionalidad y la seriedad de los taxistas londinenses. Deduzco que ha debido entenderme aproximadamente, al verle subrayar mi comentario con el pulgar hacia arriba.
Intento recordar los nombres de mis anfitriones y sólo consigo recordar el de mi profesora, pero no los de su marido y su hija. Inexplicablemente no tengo a mano el correo electrónico en el que tenía esos datos y me pongo a buscarlos a toda prisa en el iPad. En unos segundos encuentro los nombres pero, ahora, me surge la duda de su pronunciación. En fin, que ya no sé cómo me va a salir la presentación que había urdido en el avión, llamando por sus nombres a las personas que fueran apareciendo al llegar a mi destino.
La vista de la casa me confunde a la llegada. Mi cerebro tarda en procesar que la foto del "Street View" debía estar hecha en primavera o verano y, donde allí había un frondoso árbol, ahora hay una porción de ramas peladas.
Veo a quien luego comprobé que era Salette, a través de los visillos de una ventana de la fachada, laboreando en lo que parece ser la cocina. Me abre la puerta Clive, un tipo alto con gafas y gesto amable, de perfecto aspecto inglés. Este primer encuentro desencadena mi atropellada y algo inepta presentación e inmediatamente me veo en la cocina saludando a mi anfitriona y profesora de los próximos 15 días. Es una mujer más bien baja, con una mirada suavemente irónica, que habla muy deprisa, naturalmente en inglés y que desde la primera hora ejerce de profesora, corrigiendo algunos de mis numerosísimos errores gramaticales, con un leve gesto que interpreto aprensivamente como de fastidio.
Al poco rato llega Clair, la hija de 17 años y se pone a hacer los deberes en la cocina. Mientras la madre hace la cena mantiene con su hija una animada conversación acerca de un trabajo que la niña está haciendo sobre la obra de teatro de J. B. Priestley, "Llama un inspector". Esto no lo sé, naturalmente, porque me haya enterado de nada, sino porque el libro estaba encima de la mesa.
A las 7 y cuarto nos sentamos a cenar unos filetes acompañados de puré de patatas, coliflor y brócoles con bechamel y una Macedonia de postre, todo regado con un vino blanco italiano bien frío que estaba muy bueno.
Como es mi primer día en Britain, son muchas las impresiones que me apetece llevar al papel, pero my teacher me ha citado a las 8 y media para desayunar y a las 9 para la primera clase y son ya las 2, hora española, que es por la que, hoy, se rige mi cuerpo, así que me voy a acostar.
Continuará...

jueves, 6 de enero de 2011

Spleen de Navidad

En mi familia, como en todas, supongo, se reproducen y se transmiten entre generaciones una serie de ritornelos, más o menos jocosos, algunos quizá originales. Mi abuela Regina era una gran conservadora de este acervo familiar. En las ocasiones apropiadas reproducía la retahíla, el dicho, el retruécano, la paradoja o la ocurrencia que viniera a cuento. A veces la esperábamos, incluso la provocábamos, pero otras actuaba por su cuenta, lo que aumentaba nuestra sorpresa y regocijo.
Para los brindis de Navidad o con cualquier otro motivo tenía reservada una larga y logomáquica retahíla que yo casi he olvidado y que nos hacía mucha gracia oír recitar a una señora mayor.
Cuando alguien que estuviera presente o que hablara por la televisión se expresaba de un modo particularmente ilógico o desatinado, ella pronunciaba el principio de otra celebrada retahíla y decía: “Era de noche y sin embargo llovía…”
Todos los días primeros de cada mes, al encontrarte por primera vez con ella en ese día, invariablemente, te espetaba, “¿Qué tal desde el mes pasado?”.
Mi abuela Regina atesoraba una sabiduría que no era sólo producto de sus estudios, tan escasos, supongo, como los de la inmensa mayoría de las mujeres de aquella época, sino de la decantación de saberes seculares absorbidos durante una vida larga y difícil por la mente de una mujer lista. Escribía muy bien, con una caligrafía que uno imaginaba esculpida en duras y largas sesiones de aprendizaje infantil y cuyo deterioro fue para nosotros el desdichado heraldo de su decadencia física. La mental no llegó a padecerla, para su suerte.
A veces resolvía dudas sorprendentes. Recuerdo una vez en que nos preguntábamos en casa sobre el significado del título de la columna que escribía diariamente Umbral en El País, que se llamaba “Spleen de Madrid”. No recuerdo exactamente sus palabras, pero fueron muy parecidas a la definición que hoy contiene el Diccionario de la Real Academia de la voz esplín: “Melancolía, tedio de la vida”, que es, seguramente, el sentido que le quiso dar Umbral.
Hoy me he acordado de mi abuela Regina, porque he estado en casa de mi madre, asistiendo al multitudinario y ubérrimo ritual de los Reyes Magos, del que llevaba muchos años ausente. Cuando ella asistía a esta ceremonia, cada vez que abría uno de los regalos que le había correspondido, daba saltos y hacía unas muecas muy cómicas, como si la ilusión del regalo le hubiera llegado a derretir las entendederas. Si, más tarde le preguntabas qué le habían traído los Reyes, ella podía contestarte con una de sus conocidas greguerías: “me han traído un ‘síseñor’ y un ‘mireusted’ con las patas de alambre”.
Los Reyes me han traído hoy este chisme, que sirve para hacerse cosquillas en la cabeza, entremetiéndolo por el cabello.

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Al cabo de los años, he acabado averiguando que al menos uno de esos extraños artilugios que mencionaba mi abuela no era imaginario. Me da pena de que ella no esté para enseñárselo.