martes, 30 de octubre de 2007

Otra mirada de Sevilla

Este es el artículo de Antonio Rodríguez Almodóvar que publica hoy El País en el suplemento sobre Sevilla. Hay que tener valor, con la que está cayendo, para decir cosas como esta. Y, encima, el tranvía descarrila.


"Sevilla está cada día más pujante y segura de lo que es, y de lo que espera. No hay más que pasearse estos días por la Avenida de la Constitución, con su tranvía futurista, sus silenciosas bicicletas, sus sosegados peatones, embobados todos como de urbana beatitud."

lunes, 29 de octubre de 2007

Félix de Azúa contra el tranvía, ¡vaya por dios!

Puedes leer en este enlace la última entrada del blog de Félix de Azúa, en la que critica con dureza y sin fundamento la peatonalización de la Avenida y el tranvía de Sevilla. Puedes leer, también el comentario en el que le contesto.

Imaz: ¿qué haces en el PNV?

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domingo, 28 de octubre de 2007

Los costes de la escisión

En la entrada de este blog del pasado día 29 de septiembre me referí, entre otras cosas, a los costes de la escisión que promueve Ibarretxe. Y cuando digo costes no me refiero sólo a los económicos, lógicamente. Que nunca se hable de ello, sino de un modo vago e imaginario, permite a los secesionistas seguir con su "raca-raca", como si fuera un mero juego de salón, como jugar a las casitas, decía yo el otro día. Por eso me ha confortado leer el artículo que Félix de Azúa publicó en El Periódico de Cataluña del 21 de octubre, en el que se expresa en parecidos términos a como yo lo hice sobre esta cuestión, evidentemente, con menor elocuencia, a qué decirlo. Ya es suficiente el orgullo de coincidir con briznas de su pensamiento. Puedes leer aquí el artículo completo. Transcribo a continuación los pasajes más significativos.

"Su deseo de una escisión blanca, como la de Chequia y Eslovaquia, oculta la peculiaridad de cada caso y evita nombrar a Serbia y Croacia, para cuya escisión fue necesaria un matanza. Ahora tienen puestos los ojos en Bélgica, por si hay un milagro. Una fe típicamente hispánica en la explosiva felicidad que invadirá a la población escindida permite escamotear las dudas sobre el día siguiente. Nadie sabe cuál será la suerte de la mitad de los vascos y los dos tercios de catalanes que se sienten "igualmente españoles". Ni si las nuevas fronteras exigirán pasaportes y acuñación de sellos. O qué pasará con las relaciones de los nuevos nacionales en el resto de España y viceversa. La respuesta es: ya se verá.
¿Tan pacífico imaginan el proceso? ¿Tan súbita la admisión en la UE? ¿Cruzar el Ebro será como pasar de Alemania a Austria? No creo que estas preguntas tengan respuesta. Aun estando persuadido de que hay militantes redactando informes optimistas sobre tales asuntos, todo es humo. Lo que suceda en un proceso semejante (la escisión de dos poblaciones unidas desde hace cuatro siglos) es imprevisible. Los buenos propósitos son arrasados por la energía de la escisión, por su fuerza caótica. Nadie sabe si nos encontraremos en Eslovaquia o en Chechenia, ni puede saberlo. Tengo la seguridad de que por lo menos una de las partes, la que llaman España, no iba a facilitar las cosas, entre otros motivos porque la mitad de la población vasca y dos tercios de la catalana no quieren dejar de ser españolas. Ni a tiros, según se ha comprobado.
(...)
El cálculo de víctimas, sufrimientos, destrozos irreparables, ruina probable o dolor inútil queda para los tibios, los que "tienen michelines", como dijo con colosal zafiedad un caudillo vasco. Primero, la revolución; luego ya veremos."

sábado, 20 de octubre de 2007

Yo me llamo Josep Lluis

Este es uno de los encontronazos que tuvo Carod Rovira el otro día en el programa de televisión "Tengo una pregunta para usted". Es innegable que resulta dificil contestar racionalmente a quien exige que le llamen por su nombre. Tampoco es fácil la respuesta a un catalán que dice no sentirse español, como afirmó Carod en el mismo programa. De hecho, columnistas y tertulianos no han pasado en los días sucesivos de los raidos chascarrillos sobre si su padre era guardia civil o era de Aragón. ¡Qué cansada resulta ya la raída retórica españolaza, que presume de graciosa, de los burgos, ussías, losantos y demás cofrades!

Puede resultar paradógico, pero a mi me ha recordado más bien la catilinaria de Carod al exabrupto, "hable usted en cristiano".

El comentario más sagaz que he leído sobre el tema es, cómo no, de Arcadi Espada. Lo transcribo íntegro a continuación:

"Josep Lluís, Arezzo, Maryland y Pussemange

Querido J:

He visto en el gran almacén de YouTube el instante memorable en que Josep Lluís Carod-Rovira se encara con el pueblo y le grita: ¡Yo no me llamo José Luis! Después de muchos años vuelvo a ver la tele. La razón es obvia: gracias a ese tipo de almacenes internáuticos la programación televisiva se ha convertido en una sucesión de gags extraordinarios. Los goles de la jornada. Espectactor's Digests. Como bien sabes, a pesar de que lo aprendiste después de los cuarenta años, y eso que Rajoy decía que era imposible, digest es compendio. Mira qué espléndida definición trae la Rae de la palabra: "Breve y sumaria exposición, oral o escrita, de lo más sustancial de una materia ya expuesta latamente". Latamente. La lata inmensa de lo que llamaban programación. Atrás quedó el relato premoderno apelmazado, inacabable, la interrupción publicitaria o la búsqueda ciega en el vídeo. Yo creo que la televisión ha encontrado finalmente su formato. Y es justo que así sea. Su intención obsesiva no ha sido otra que la del espectáculo, y el espectáculo se manifiesta en toda su grandeza homeopática. ¡Fuera recitativos! En la inmensa ópera global de la televisión sólo caben las arias.
He venido a parar en la ópera, pero yo tenía en la cabeza el género chico. Nunca he podido ver a Carod sin pensar en un personaje de zarzuela. Muy español, a qué negarlo. A veces como un republicanote retrechero, con una demagogia insólitamente parecida a la de Lerroux. Y ahora, después de lo de YouTube, como una versión ejemplar y racialísima del característico catalán. Del catalán empreñat. El característico debe de ser, probablemente, una herencia de la Comedia del Arte, donde los personajes solían actuar siempre con su misma mueca y una gestualidad muy codificada. Carod cumplió el otro día a la perfección con todo lo que los asistentes a la zarzuela esperaban de él: ni una mueca fuera de sitio. Y como sucede con todos los que se empeñan bravamente en ser feos y antipáticos, inspirando también una postrera y recóndita ternura. ¡Yo no me llamo José Luis! Ea, que no.
Es llamativa la suerte que ha corrido Carod con la onomástica. Una burda leyenda urbana, que aún se repite en los ambientes provinciales del todo-Madrid-comenta, le atribuyó un secreto apellido Pérez. ¡Como era hijo de guardia civil tenía que llamarse Pérez! Y como era un independentista hijo de guardia civil tenía que ocultar un secreto. Es también evidente la intención denigratoria y ridiculizante que hay en determinados usos retóricos de algunos nombres propios de catalanes. Me viene a la cabeza la delectación, de muy baja estofa, con que algunos pronunciaban y escribían el nombre de Narciso (Serra), mientras hacían correr chismes sobre su vida privada. O sea que es comprensible la reacción de Carod. Su problema, y lo que hace al asunto interesante, es que está basada en un uso de la onomástica y la toponimia pendenciero y absolutamente irracional.
La traducción de los nombres es un timbre de gloria. La traducción misma lo es. Sólo se traduce lo importante, lo querido y lo necesario. El bobo romanticismo dominante sostiene que hay palabras intraducibles, porque pretende demostrar que en algunas palabras hay una esencia inalcanzable, no meramente comunicacional o instrumental. Pero, naturalmente, todas las palabras pueden traducirse aunque no puedan reproducirse las peculiaridades fónicas del original o la traslación de sus connotaciones pueda requerir de explicaciones complementarias, como por lo demás las requieren muchos transportes culturales. Todo puede traducirse sin traición, incluido Josep Lluís. E incluido, por cierto, Apeles, que es el nombre del padre de Carod y el nombre, también, de uno de sus hermanos. Es porque todo puede traducirse que el viejo Apeles de Zaragoza pasó sin mayor trauma que la geminación hasta el joven Apel·les de Cambrils, en una operación difícil de comprender desde la argumentaciones zarzueleras. Hace décadas, en España, era corriente hablar de Guillermo Shakespeare o de León Tolstoi. E, incluso, en un ejemplo que me gusta mucho, por el hombre y por la ambición traductora, se hablaba de Alberto Londres. Lo requería la escasa convivencia con los idiomas extranjeros, probablemente, y en algunos casos, específicas dificultades de pronunciación. El paradigma de esas dificultades es muy moderno y data de cuando, recién fichado por el Betis un jugador yugoslavo llamado Hadzibegic, resolvieron en el acto llamarlo Pepe. Pero sobre todo lo requería el prestigio y la familiaridad. Todo eso que llevó a los habitantes de Yegen a llamarle Don Geraldo a su nuevo vecino Gerald Brenan.
El prestigio se ve aún más claramente en el caso de los topónimos. Un lacio y necio identitarismo ha puesto de moda el topónimo de Catalunya en los textos escritos en castellano. (Aunque, sin embargo, no se sepa bien por qué en las pancartas de la República del Barça no se lee "Catalunya is not Spain". Sólo puede ser porque lo sea, deduzco ahora a vuela pluma, al revés de lo que sucedería con Catalonia). Pero Catalunya es demasiado importante en el imaginario castellano como para no tener traducción. Al revés de lo que sucede con Parets. Como son importantes Firenze, New York y Antwerpe y no lo son tanto Arezzo, Maryland o Pussemange. Obviamente, la regla rige para el castellano y para cualquier otra lengua. Incluido el catalán, obviamente: que escribe Càdis pero Alcalá de los Gazules.
En su encaramiento Carod cometió otro error importante. Sostuvo que uno tiene derecho a elegir la forma en que le llamen. Eso, de tan obvio, resulta falso. Para empezar uno no escoge, habitualmente, su nombre. Está el propio caso de Carod. Le pusieron José Luís, y es probable que así le llamara también su padre, aragonés de Zaragoza. Un acto posterior de soberanía transformó José Luis en Josep Lluís. Pero el nombre de uno sólo está en boca de los demás, que hacen lo que quieren con él, a solas o en nuestra presencia. Por lo demás, la posibilidad de que uno responda o no cuando le llaman José Luís o cuando le dicen "Tú, ven aquí", depende de circunstancias.... férreamente extralingüísticas.
Nuestro hombre, por último, exigió que le llamaran Josep Lluís, pero eso es un imposible, y bien debería saberlo. Aunque bien es cierto que aquí estuvo más castizo y postinero que nunca al exigir, mientras henchía pecho, el mismo trato que al Suarseneguer. Obviamente, y como en el caso del musculado, nunca obtendrá más que un voluntarioso Chusepyuís. Y ahí llegamos, precisamente, al núcleo más cordial del mecanismo traductor: es obvio que en la adaptación onomástica hay también una prueba de respeto y la necesidad de evitar agresiones chapuceras desde la constatación de nuestra inexorable incompetencia fonética en la lengua de los otros. Traducimos (¡oh incomprensible paradoja!) para no ofender.
Te lo quito de la boca. ¡Quia!: bien sé que toda esta palabrería tiene los pies de barro y que no es que Carod exija que pronuncien su nombre en catalán, sino que no lo pronuncien en castellano. Pero alguna vuelta hay que darle a este oficio de tinieblas al que habremos entregado los mejores años de nuestra vida.
Sigue con salud

A."

viernes, 19 de octubre de 2007

Peatones, catetos y catenarias

A despecho de los resultados electorales, nadie parece querer a Monteseirín. Todas sus decisiones de ordenación urbana son denostadas por una aparente mayoría, que ruge su irritación en bares y cafés, columnas de periódicos y tertulias de amigos y colegas de trabajo. Escasean los aplausos e, incluso, las críticas ponderadas. Las invectivas públicas y privadas contra las actuaciones del Alcalde son feroces y sin matices, llegando, en algunos casos, a la descalificación personal.
Pero, si algún asunto ha provocado en su legión de críticos una indignación insuperable, este es el del tranvía y la peatonalización de la Avenida.
Curiosa ciudad esta. Cuando el Ayuntamiento propuso la tímida peatonalización de Tetuán, la Sevilla eterna y cavernícola se puso en pie de guerra. Cuando la obra hubo terminado se hizo el silencio, un silencio avergonzado y rendido a la evidencia: un insignificante espacio urbano había sido ganado para el peatón, desterrando de él al tráfico rodado y todo el que quiso pudo comprobar en este pequeño laboratorio lo que es una ciudad a la medida del hombre y no del automóvil.
Pero de nada sirvió el ejemplo. Volvemos a contemplar la insólita cruzada antimoderna, con toda su artillería de argumentos carpetovetónicos, que no repara en acudir a la mentira, si es preciso, para reforzar sus posiciones: uno de estos días, el histérico anti-monteseirenesco Carlos Colón, llegó a decir que la peatonalización de la Avenida impide el paso de los vecinos a sus casas, de las ambulancias y de los coches de bomberos. Pronto pedirá prisión para el Alcalde, por homicida.
Sin llegar a tanto, otros critican la estética de la obra sin dejar títere con cabeza: pavimento, farolas y demás elementos del mobiliario urbano se califican de horribles. Pero, ¿horribles en relación o en comparación con qué?; ¿dónde estaban estos hipercríticos cuando una caravana de autobuses y turismos humeantes desfilaba por la Avenida?; ¿acaso añoran aquella estética?
¿Y las catenarias? La crítica de las catenarias llega al paroxismo. Quienes se ceban en el tendido eléctrico del Metrocentro parecen no recordar que no hace tantos años que un tranvía recorría la Avenida y llegaba hasta la Plaza del Duque. Seguramente lo haría a pilas.
La caverna sevillana ha viajado poco y esa costra cateta que la adorna se desprende viendo mundo. Si hubiera viajado más habría visto cómo todas las ciudades históricas del mundo civilizado están recorridas por tranvías que toman su alimentación eléctrica a través de catenarias. Y, si se hubieran fijado un poco, habrían comprobado cómo la mayoría de las catenarias de los tranvías están soportadas en simples postes metálicos, como meras torres del tendido eléctrico. No como el tranvía sevillano, en el que se ha intentado amortiguar el inevitable impacto visual con unos elementos de estética discreta. Es decir, se ha hecho un esfuerzo para evitar el efecto de poste de electricidad que tienen las catenarias de casi todos los tranvías del mundo.
A menudo, las críticas a la nueva ordenación del casco urbano de Sevilla se adornan de un confuso tufo historicista, denunciando que el Ayuntamiento está arrasando la imagen histórica de la ciudad. ¿Porqué no piden la eliminación del alumbrado electrico, o que se levante el adoquinado, que tanto desvirtúa el natural estado terrizo de las vías públicas?
Y ya puestos, porqué no piden el derribo de todas las casas de la calle de San Fernando, que impiden el disfrute de los jardines del Alcázar a todos los ciudadanos, reponiendo ese espacio a su estado histórico original. ¿Y sabes porqué la caverna no pide esto? Porque ya se le ha ocurrido antes a Monteseirín y no van a renunciar así como así a este nuevo y tan fácil motivo de hostigamiento al pobre Alcalde.
Cómo recuerda todo esto las críticas al AVE y a la Expo'92. Las plumas de los Burgos y demás ralea hicieron el ridículo más espantoso, mofándose durante años de unos espléndidos y exitosos proyectos que colocaron en el mundo contemporáneo al poblachón inmundo y atrasado que era la Sevilla de entonces.
Muy poco se ha hecho en la ciudad desde aquellos días que merezca recordarse, hasta que llegó el odiado Monteseirín. Hoy, como entonces, lo más rancio, vetusto y reaccionario de la ciudad se pone enfrente de unos proyectos de modernización que, felizmente, los dejará en ridículo, como ya los dejó ayer.

Pinchando en el enlace puedes contemplar una proyección de diapositivas de tranvías del mundo:

domingo, 14 de octubre de 2007

Vicent y la santa desvergüenza clerical

Manuel Vicent dedica hoy su columna de la última página de El País a combatir la santa desvergüenza de la Iglesia Católica, que se dispone a elevar a los altares a sus mártires de la Guerra Civil, en el mismo momento (¡qué casualidad!) en que el Gobierno socialista "trata a duras penas de sacar de las cunetas y de las fosas comunes a los asesinados del bando republicano." Pero, ese mismo Gobierno, "Como si se tratara de un material radioactivo muy peligroso al que hay que acercarse con trajes de amianto, (...) no se atreve a denunciar el Concordato ni a imponer el estado laico."

Hace más de 27 años (el 21 de marzo de 1980), Fernando Savater publicó un artículo en El País titulado "Osadía clerical". No sé qué me admira más: que todavía me acuerde o que siga teniendo actualidad. Probablemente, ambas cosas van unidas.

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