El informe de la Fiscalía, en el que le propone al Tribunal Supremo que no admita las querellas presentadas contra el Gobierno de España, por los supuestos delitos que habría cometido en la gestión de la epidemia, ha desquiciado a quienes desde esta primavera están empeñados en meter en la cárcel al Presidente del Gobierno y a varios de sus ministros y otros responsables.
Las declaraciones que está haciendo el autor del informe, el Teniente Fiscal Navajas, no han hecho sino agudizar la indignación que aqueja a la legión de acusadores, a la que, al parecer, se ha unido (o ya formaba parte de ella) una serie de prominentes fiscales.
El Fiscal Navajas no se ha limitado a defender el contenido de su informe y la independencia con que lo ha emitido (por cierto y entre paréntesis, una de las razones de la exasperación de estos acusadores es la probable sorpresa que les ha causado la toma de postura del nada sospechoso Fiscal Navajas), sino que ha hecho bufa y befa de la actuación de sus compañeros fiscales de sala del Tribunal Supremo en el juicio del ‘procés’. No sólo ha criticado expresamente su empecinamiento en acusar de rebelión, sino que se ha referido con maldad al hecho de que el juicio fue televisado. Como queriendo decir, sin decirlo, que toda España pudo percibir lo poco airosas que fueron muchas de las intervenciones de los fiscales. Imposible olvidar las actuaciones de la Fiscal Consuelo Madrigal.
Las dos cuestiones que han aflorado en esta polémica (la calificación penal de los delitos cometidos por los separatistas y de los presuntos delitos cometidos por el Gobierno) tienen un hondo calado jurídico. Dejando para más adelante lo primero, lo cierto es que ninguno de los indignados comentaristas que se oyen estos días en los medios de comunicación ha aplicado otra cosa que mera brocha gorda para examinar la cuestión de si el Gobierno habría delinquido en la gestión de la pandemia. Se viene a decir: el Gobierno ha sido negligente; la negligencia ha producido graves y numerosos daños personales y materiales; ergo, el Gobierno es responsable penal. ¿De qué delito? ¡Bah!, eso es pecata minuta, cosas de juristas. Algunos, los más osados, se atreven hasta con el homicidio. Ahí queda eso, el Gobierno de España culpable de 50 mil homicidios. ¡En serio!; y no lo dice cualquiera, sino que lo sostienen prestigiosos periodistas y otros comentaristas de alto copete, sin despeinarse.
Sin circunloquios, lo que propone un amplio sector de las opiniones publica y publicada en nuestro país es meter en la cárcel al Gobierno de España por su deficiente gestión de la pandemia. Ellos dirán que lo que están pidiendo es que se les impute, no que se les condene, pero esto no sería sino un mero subterfugio. Que se les impute para investigar qué, cabe preguntarse. Todo lo que ha ocurrido desde que la epidemia asomó sus devastadoras garras, hasta hoy, es de sobra conocido por todos los ciudadanos y, si hay algún hecho o documento que permanezca oculto, solo hay que utilizar las normas de transparencia para aflorarlo. Siendo así, ¿para qué serviría una instrucción penal en este caso? Los hechos están claros y documentados, los testimonios, vertidos.
No, lo que de verdad se pretende es que el Gobierno, sin dejar de serlo, se vea sometido (y con él, el país entero) a un proceso penal de duración incierta, pero, sin duda, prolongada, que vaya minando poco a poco su prestigio y autoridad (más de lo que ya lo están), de modo que los partidos que lo apoyan pierdan toda posibilidad de seguir gobernando en el futuro. Algunas mentes calenturientas se excitan imaginándose a Sánchez, al Ministro Illa, al pobre Simón tirados en el fango de una declaración judicial, respondiendo a preguntas del Fiscal y de alguna acusación popular de independencia política acreditada. Y, ¿qué relevancia tendrían tales declaraciones; a qué preguntas deberían responder? Sólo se me ocurren ejemplos absurdos e innecesarios: ¿sabía usted que sus medidas o ausencia de ellas provocaría la muerte de decenas de miles de personas; las adoptó usted o dejo de adoptarlas con tal propósito o, al menos, se lo representó como probable?
No me quiero detener en las desastrosas consecuencias de esta irresponsable política de tierra quemada, pero es inevitable citar algunas: inestabilidad política y económica extremas, desprestigio internacional de España, debilitamiento del Estado para afrontar los retos internos de carácter separatista y otros…
La calificación penal de las conductas de los líderes separatistas, la otra cuestión de calado jurídico suscitada por el Fiscal Navajas, no es menos controvertida. La indignación que me produjo el desafío separatista llevado a cabo desde las propias instituciones me llevó, en su momento, a dar por buena la rebelión y a sentirme parcialmente defraudado con la sentencia finalmente dictada, condenando por sedición, aunque a severas penas de prisión. Pero, el transcurso del tiempo me ha hecho ver las cosas de otra manera. Tanto la rebelión, como la sedición parecen formuladas en el Código, más pensando en las conductas propias de los espadones decimonónicos, que en la actividad claramente subversiva y merecedora de reproche penal que llevaron a cabo los líderes políticos y sociales separatistas. Pero, debemos reparar en que una de las garantías más valiosas y más necesitadas de respeto en un Estado de Derecho es la de que nadie puede ser condenado por unos hechos que no constituyan delito en el momento en que se producen. Las sociedades evolucionan y no siempre (o casi nunca) las leyes lo hacen acompasadamente. En esta tesitura, mi impresión es que el Tribunal Supremo fue consciente de todas estas circunstancias cuando tuvo que dictar sentencia. Las conductas enjuiciadas no encajaban adecuadamente en ninguno de los dos tipos penales que tenían a mano y, considerando que eran socialmente reprobables, decidió condenar por aquel delito que llevaba aparejadas penas menos graves, pero las impuso en su grado superior. Que basara su decisión en la idea de la ensoñación que habrían padecido los acusados me parece una cuestión menor, en vista de las dificultades de aplicación de la norma penal a las que se enfrentaba. Yo rompo claramente una lanza en favor de Marchena et alii. Para ellos habría sido mucho más fácil y defendible en derecho y, además, de un modo prácticamente inapelable, absolver a los acusados, por falta de tipicidad penal de sus conductas, que condenarles. En cambio, su sentencia condenatoria va a quedar expuesta durante años a una serie de vicisitudes, con un alto riesgo de ser total o parcialmente revocada por tribunales superiores. Riesgo muy inferior o inexistente, en caso de absolución. Y encima ha dejado insatisfechos a sus exigentes y, en algunos casos, hiperventilados críticos.
Del Fiscal Navajas no tenía ninguna opinión hasta ahora. Cuando ha salido su foto en los medios estos días, por su aspecto, me ha parecido que no desentonaría actuando como acusador en el Tribunal de Orden Público franquista. Por lo que se sabe de su trayectoria, nadie ha dicho, ni parece que se pueda demostrar que haya tenido, en el pasado, un comportamiento obsequioso con los gobiernos de izquierda; ni quizá lo contrario. Es decir, un buen funcionario. Pero, sobre los dos asuntos a los que me he referido, creo que lo avalan sólidas razones. No dudo de que juristas solventes, entre ellos, sus compañeros en la Fiscalía, también las tendrán. Pero a mí me parecen más atendibles las de Navajas y me alegraré si prevalecen. Por el bien de España y por mi propio bien.