sábado, 14 de febrero de 2009

DESPEDIDA EN LA PLAZA

Hacía varios meses que los efectos de la depresión se dejaban notar en el bar. La clientela habitual de tiendas y oficinas del entorno sólo conseguía llenarlo a la hora del desayuno. El segundo café de la mañana, el vermouth o la cerveza de última hora y las tapas al salir del trabajo prácticamente habían desaparecido.
El temor a perder mi empleo apenas me perturbaba. En cierto modo, debo decir que disfrutaba con la nueva situación, ya que me permitía entregarme durante los largos lapsos de tiempo en que no entraba ningún cliente en el bar a practicar mi afición favorita. Observar a los viandantes, tan numerosos en esas horas matutinas en esa zona de la ciudad.
Y no se piense que era una actividad pasiva, meramente contemplativa. Lo que llenaba mi tiempo, lo que verdaderamente me atraía y a lo que me entregaba con fruición era tratar de descubrir el secreto que con ellos iba. Un rasgo de su personalidad, un motivo de su deambular por aquel lugar en aquel momento, un sufrimiento que les atormentara, un motivo de felicidad que les embargara.
Contemplaba la expresión de sus rostros: preocupada, indiferente, risueña, sorprendida… Su ropa: deportiva, elegante, informal, desaliñada… Su modo de andar: resuelto, dubitativo, cabizbajo… Si iban solos o acompañados, si llevaban algún paquete, bolsa o maleta.
Cuando por alguna razón ignota fijaba mi atención en algún transeúnte, lo observaba con la profundidad y amplitud de un antropólogo y, en algunos casos, emitía mi propio dictamen. Ése acaba de encontrar un trabajo, aquél otro lo acaba de perder, la chica de la maleta roja viene de la estación de tren a ver a su madre enferma, esa pareja acaba de leer el análisis que le han dado en la farmacia y ella no está embarazada, ese señor mayor con bastón ha comprobado con resignación en la ventanilla del banco que el importe de su magra pensión permanece invariable…
En muchas ocasiones se me resistían. A pesar de que la persona en cuestión desprendía un interés notorio para mi inquietud antropológica, ningún rasgo externo me ayudaba a descubrir la intimidad del secreto que atesoraba.
Aquella era una luminosa mañana de un invierno ya declinante. Las copiosas lluvias de los días anteriores habían dejado una atmósfera limpia, y el sol de mediodía que bañaba la plaza invitaba a caminar premiosamente y a dejarse calentar por los tibios rayos que se proyectaban sobre las piedras del pavimento, aún humedecidas por los recientes chubascos.


Acodado a este lado de barra, contemplaba distraídamente tras el cristal el ir y venir de los viandantes. Nada ni nadie había llamado mi atención especialmente esa mañana, cuando detuve la mirada en un hombre y una mujer que, mientras conversaban, caminaban despacio por la calle hacia la plaza. No podría decir qué razón me impulsó a hacerlos objeto de mi análisis. Nada en ellos parecía sugerir ningún secreto que mereciera la pena desvelar. Una pareja común, un matrimonio, dos compañeros de trabajo, dos simples amigos que caminan juntos y se dirigen a cualquier sitio sin ningún interés.
Al llegar a la esquina de la plaza la pareja se detiene y continúa conversando. El lugar en el que se han parado los convierte en un objetivo perfecto para mí, pero yo aún me resisto a fijar mi atención en ellos. El sol que inundaba aquella esquina realzaba el vivo color de su foulard, resaltaba los reflejos cobrizos de su pelo e iluminaba el esplendente y notorio atractivo de su rostro. Inevitablemente me fijé en ella y comprobé que su mirada no transmitía bienestar ni dicha. Un indisimulado rictus, entre la contrariedad y el desencanto, envolvía su cara. La preocupación que reflejaba el rostro del hombre que la acompañaba no parecía ser sino el complemento natural de los sinsabores de ambos.
Uno hablaba y el otro parecía contestarle. Se diría que se decían cosas importantes, pero lo hacían quedamente, sin aspavientos ni estridencias.
Aquella escena duró apenas dos minutos. Una sonrisa, casi una leve mueca que no ocultaba el dolor de aquel instante, precedió a una despedida sólo acompañada por una tenue caricia de sus manos. Ella volvió sobre sus pasos y se fue alejando de él caminando por la calle por la que habían venido. Mientras, él permaneció quieto contemplándola, esperando quizás que ella girara su rostro y poder intercambiar así entre ambos un último mensaje. Pero yo no pude verla, pues pronto desapareció del campo visual de la ventana del bar.
Mi cerebro bullía en ese momento con toda clase de conjeturas que explicasen el genuino dolor de la escena que acababa de contemplar. Amores contrariados, enfermedades, proyectos frustrados, negocios arruinados y toda clase de sinsabores y desengaños acudían a mi mente, cuando el hombre que había permanecido quieto en la esquina encendió un pitillo y se dirigió resuelto hacia la puerta del bar, obligándome a abandonar mis disquisiciones.
Ocultando sus ojos tras unas gafas de sol, pidió un whisky doble de malta y se sentó en una de las mesas. Sin quitarse las gafas, comenzó a escribir con un lápiz en el papel de las servilletas que había en la mesa. A cada rato interrumpía su escritura y parecía sumirse en profundas divagaciones, completamente ajeno a mí, su constante compañía, y al escaso movimiento de clientes que había en el bar.
Permaneció allí más de una hora. Finalmente, recogió las servilletas que había escrito, pagó su cuenta y se despidió con un sonido apenas gutural.
Cuando recogí el servicio de la mesa había en el cenicero pequeñas bolas de papel arrugado, restos de servilletas inutilizadas. No pude reprimir curiosear los renglones inacabados y tachados de aquellos trozos de papel deleznable. En uno de ellos se podía leer claramente: “Mientras, permanecí quieto contemplándola, esperando quizás que ella girara su rostro y poder intercambiar así entre ambos un último mensaje, quién sabe si de resignación o de esperanza. Pero no lo hizo. La curva de la calle por la que se alejaba lentamente iba extinguiendo su cuerpo poco a poco, hasta que desapareció de mi vista.”

No hay comentarios:

Publicar un comentario