sábado, 3 de mayo de 2008

Antonio Porras. In memóriam

Aún recuerdo nuestro primer encuentro. No creas, a mi también me sorprende. Tanta agua ha pasado bajo los puentes desde entonces. Eran las semanas previas al comienzo de nuestro primer curso de Derecho. En unas escaleras. Como fondo, las agitadas aguas de nuestro país. Era el otoño de 1976. Debió presentarnos algún amigo común del Partido Comunista. Entonces se decía “el Partido” y “camarada”, pero a ti no te gustaba esa nomenclatura. Y, quizá por eso, a mí tampoco. En el periódico aparecían unas opiniones de uno de esos caraduras que, por haber estado en el antifranquismo, creían tener patente de corso. Y ahí apareciste tú, inapelable: “ese tío es un chufla”. Qué razón tenías, ya lo creo que era un chufla, pero yo tardé en darme cuenta. Desde aquella tarde, en aquellas escaleras, quedé prendido y prendado para siempre.
Nos batimos el cobre (es un decir) en las aulas con nuestros compañeros de derechas. ¿Te acuerdas del fiasco de las elecciones a delegado de curso en segundo? Cómo te reías de la chapuza de mi estrategia electoral. No sacamos nada. Pero ganamos en tercero. Vaya si ganamos. Debió ser por incomparecencia de los contrarios.
Mirábamos con indulgencia al Secretario del Partido en la Agrupación de Derecho. Quizá se llamaba Rafael y era muy leninista o, al menos, muy ortodoxo y disciplinado. No como nosotros.
Vimos crecer a “Quina” (entonces no era Rosa Aguilar). Seguro que tú sabías ya entonces que la chica llegaría lejos.
Recuerdo la mañana del asesinato de los abogados de Atocha (enero del 77). Fuimos juntos al Colegio de Abogados, donde reinaba la consternación y los más viejos barruntaban ruido de sables. Teníamos la sensación de estar viviendo la historia de España en directo.
Y la literatura, siempre la literatura. Yo te seguía a duras penas. Te lo digo ahora. Entonces me daba vergüenza reconocer que no conocía a los autores que citabas. De algunos, no había oído ni hablar. Recuerdo que citabas mucho a Nerval, con esas erres arrastradas, tan tuyas. Yo aún no lo he leído. Pero cuánto disfrutamos con Cortázar. Fui depositario durante años de tu ejemplar, forrado en plástico, de las “Historias de cronopios y de famas”, que amablemente me dejaste. Estaba agotado.
Un día en que nos vimos, de las pocas ocasiones en que nos hemos encontrado en estos casi treinta años, te lo devolví. Tú, a cambio, me devolviste mi empecinada carta de renuncia a la militancia en el Partido, que no sé porqué estaba en tu poder. El libro andará por tu casa. Se lo voy a pedir a Carmen, seguro que no le importa que yo reanude su depósito, si sabe la ilusión que me hace.
Cuántas veces estuve en Córdoba para no verte, pero, de qué me sirve ya lamentar esa inconstancia.
No nos has dicho nada de la insidiosa enfermedad que te ha embestido. No te ha abandonado esa discreción paradigmática. Te has ido de puntillas, sin hacer ruido. Y así, nos has ahorrado el dolor de presentir lo inevitable.
Querido amigo, nunca morirás del todo mientras vivamos quienes te conocimos y te quisimos, porque tu recuerdo permanecerá en nosotros hasta siempre. Adios, Antonio, inmenso cronopio.

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