sábado, 7 de junio de 2008

Ligereza o canallada (*)

Este asunto de la Presidenta del Tribunal Constitucional es peliagudo; un solo enfoque no basta para explicarlo. Merece la pena detenerse en ello. El Tribunal Constitucional es la clave de bóveda de nuestro Estado de derecho y, lamentablemente, lleva años en el centro de las refriegas gobierno-oposición. De modo que las vicisitudes de su Presidenta me interesan mucho.
Los hechos son estos: La policía tiene intervenido, con autorización judicial, el teléfono de una persona, que es investigada como presunta autora del asesinato de su exmarido, con quien mantenía un conflicto judicial por la custodia de sus hijos. En el curso de las escuchas, la Policía graba una conversación en la que la Presidenta del Tribunal Constitucional llama a la persona investigada y le formula determinados consejos sobre cómo abordar el pleito con su exmarido. La parte más sensible, podríamos decir, de los consejos de la Presidenta lo constituye su recomendación de que su interlocutora provoque una resolución judicial que le permita recurrir en amparo al Tribunal Constitucional y sus palabras, casi al despedirse, en las que le dice que “si alguna vez va en amparo, pues ya me vuelve a llamar”. La Jueza que investiga el asesinato, al conocer las escuchas, considera que la conducta de la Presidenta pudiera ser constitutiva de delito y eleva el asunto al Tribunal Supremo, que es el órgano competente para enjuiciar, en su caso, a la Presidenta del Tribunal Constitucional. Finalmente, el Tribunal Supremo entra a conocer del asunto y dicta un Auto en el que decide el archivo de las actuaciones, por no revestir los hechos denunciados carácter de delito.
Lo primero que cabe decir de este asunto es que nunca debió llegar a conocimiento público. Aunque se trata de un tecnicismo jurídico, es sobradamente conocido por cualquier persona medianamente informada que, cuando un juez autoriza unas escuchas telefónicas, lo hace para el esclarecimiento de un delito concreto. Si las leyes de los países civilizados, como España, no establecieran esta restricción a la vulneración del secreto de las comunicaciones, nos encontraríamos en un Estado policial. No creo que esto necesite demasiadas explicaciones. Basta imaginar dónde quedarían nuestra intimidad y nuestros derechos si la Policía tuviera carta blanca para investigar cualquier hecho o circunstancia extraídos, como las cerezas de un cesto, de una conversación intervenida para unos hechos y unas personas distintas.
Por eso, resulta sorprendente que la Jueza que investiga el asesinato del exmarido de la interlocutora de la Presidenta maneje una ignorancia jurídica tan supina, como para elevar el asunto al Tribunal Supremo, en lugar de destruir inmediatamente la cinta con la grabación de una conversación intranscendente para la causa que se instruye en su juzgado.
Pero, si grave es la ignorancia de la Jueza, mucho más grave es la del Tribunal Supremo, que, en lugar de reprender a la Jueza por su, a todas luces, anómala iniciativa, entra a conocer de la misma, perdonándole jactanciosamente la vida a la Presidenta del Tribunal Constitucional.
En el fondo de todo este asunto se encuentran, sin lugar a dudas, varias circunstancias de las que vengo hablando en este blog últimamente. Por un lado, la lucha por el control del Tribunal Constitucional, en la que toma rabiosamente partido una mayoría judicial conservadora, en comunión con el Partido Popular. De otro lado, los celos competenciales del Tribunal Supremo respecto del Constitucional. Desde esta clave cabe entender la artera y malintencionada intervención del Supremo en el caso.
En fin, desde mi punto de vista, y repito lo que dije al principio, nada de lo ocurrido ha debido ocurrir jurídicamente, puesto que la conversación de la Presidenta, desde el punto de vista del Derecho, simplemente, hay que tenerla por no producida, como si no hubiera existido. Sólo la hemos conocido, y considero que esto es lo más grave de este episodio, por el uso indebido de la función jurisdiccional llevado a cabo por una Jueza y, nada menos, que por el Tribunal Supremo.
Esto quiere decir que no es legítima ninguna polémica pública sobre este asunto, que nadie tiene derecho a pedirle explicaciones por él a la Presidenta del Tribunal Constitucional, víctima de un funcionamiento anómalo de los poderes del Estado.
Ahora bien, si yo fuera Mª Emilia Casas, habría dimitido de mi cargo de Presidenta del Tribunal Constitucional. No podría soportar éticamente seguir ostentando un cargo tan relevante, después de que todo el país supiera de mi ligereza.
(*) Sigo en lo esencial en este comentario las ideas de Javier Pérez Royo

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