sábado, 13 de septiembre de 2008

El sacerdocio de la cosa pública

He mantenido recientemente un intercambio de pareceres con un amigo, que ocupa un puesto directivo en una Administración Pública, acerca de la medida impulsada por el Presidente Zapatero y seguida con cierto entusiasmo en muchos niveles políticos en España, de congelar los sueldos de los cargos de representación política y de los altos cargos de la Administración el próximo año.

Transcribo, a continuación, el texto en el que me transmite su opinión sobre el asunto:

Ciertamente, me he quedado helado varios meses antes de que me hayan congelado. He reflexionado sobre el significado y finalidad de la medida y no deja de sorprenderme la facilidad con la que ha calado en todos los ámbitos. Especialmente en aquellos que habría que suponer más inclinados a la defensa del crédito y el prestigio de lo público. Pero no sólo. Tampoco para quienes tienen en alta estima los valores de la autoridad y el poder (público en este caso) resulta coherente que aplaudan una medida que tanto los socava.

El actual escenario de crisis económica va a requerir que los poderes públicos apliquen una política de austeridad, que exigirá la reducción del gasto público. Es evidente que congelar los sueldos de los altos cargos, desde el punto de vista de la eficacia de una política de austeridad, es una medida que bien merece ser motejada como “el chocolate del loro”. Por tanto, esta es una finalidad que debemos descartar. No es eso lo que se persigue con ella.

Y, si no es el ahorro, ¿qué se busca entonces? Porque tampoco sus impulsores y difusores lo han explicado claramente. Parece que se pretende una especie de ejemplaridad. Que los ciudadanos perciban que los responsables políticos son sensibles a sus padecimientos derivados de la crisis y que, llegado el caso, son capaces de compartirlos con ellos, renunciando voluntariamente a una porción de sus ingresos.

Recuerda a ese padre que, para consolar a su hijo pequeño del dolor de un golpe, se sacude a sí mismo un manotazo en el mismo lugar que aflige al niño, haciéndole más llevadero el sufrimiento, al ser compartido.

Resulta cuando menos ingenuo pensar que el ciudadano no reparará en el ardid que supone la medida y, o bien la ignorará o, en el peor de los casos, sintiéndose tratado como un niño, la despreciará y se la hará pagar a sus autores.

Con todo, lo peor de esta iniciativa no es su ineficacia, sino su perversidad, en la que asombra que nadie haya reparado, especialmente desde una posición, digamos que convencionalmente de izquierdas. Veamos a qué me refiero.

En primer lugar, congelar los sueldos de quienes ocupan los cargos de representación política y de dirección de la gestión pública, es una decisión que inevitable e inopinadamente, conspira en favor de ese conocido discurso que pone bajo sospecha, como mal necesario, a la política y a los políticos, cuando no los denuesta desaforadamente. Y nadie ignora en una democracia a dónde conduce todo eso.

Por otro lado, para nadie medianamente informado es un secreto que en España, la mayoría de los cargos públicos de responsabilidad están deficientemente retribuidos. Es verdad que no en todos los casos, pero sí en su mayoría. Desde este punto de vista, una medida como esta no viene sino a dificultar todavía más (si no era ya suficientemente difícil) la solución de este problema en el futuro. Con lo cual, dedicarse a los asuntos públicos será cada vez menos atractivo para personas competentes, que preferirán buscarse la vida en cualquier otro sitio.

A menos que se crea que esto de la cosa pública es una especie de sacerdocio, al que uno se dedica como quien se adhiere a una casta eclesiástica, con voto en este caso, sino de pobreza, al menos de congelación salarial, y no un trabajo del que se ha de vivir y que se ha de retribuir justamente.”

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