viernes, 27 de febrero de 2009

VIADUCTOS PARALELOS

Me desperté de buen humor y, mientras terminaba de preparar el equipaje, traté de imaginar cómo sería esta vez el viaje con ella. Logré convencerla, a duras penas, para quedarnos en Madrid hasta el día siguiente después del concierto.
Vana ilusión la mía. Antes de llegar ya se había arrepentido. Absurdos escrúpulos que me obligan a recorrer agotadores kilómetros de vuelta en la noche espesa.
Permanecimos en el estadio hasta que Bob X y su banda ejecutaron el último de los cuatro “bises” que les exige un público ansioso. Al conocer nuestro abrupto regreso sugerí tímidamente no esperar a salir hasta el final. Esta gente siempre repite canciones, le dije a ella, que prestó a la sugerencia la misma atención que a todas mis exhortaciones sobre el modo de organizar el tiempo y la vida.


Al llegar al coche el caos de tráfico está servido. Centenares de vehículos se arrastran pesadamente por el fango de un aparcamiento improvisado, pugnando por alcanzar cuanto antes el viario asfaltado. No pude evitar anegar el frío habitáculo del coche con una de mis admoniciones: llegaré a casa sin tiempo apenas para descansar antes de ir al trabajo. No como tú, que dormirás los cuatrocientos kilómetros. Sólo obtuve como respuesta un premonitorio bostezo. Cuando penosamente alcanzamos la ansiada ronda de circunvalación de salida de la ciudad otro contratiempo se interpone. Un revuelo de sirenas y luces azules y ámbar centelleantes que se divisa a lo lejos y el tráfico denso que apenas fluye parecen sugerir un accidente. Al llegar al lugar no quedan huellas del presagiado siniestro. Sólo el presentimiento de que un vehículo debió caer a la vía desde la altura superior del viaducto que la cruza. La rotura de las vallas de protección del puente y el laboreo de operarios con fajas reflectantes así lo sugieren.
El aura trágica que se percibe en la atmósfera de aquel lugar viene a confirmar en nuestro ánimo la gravedad del accidente. Involuntariamente, mi cerebro se desplaza a través de los informes y listados de números y porcentajes que manejo diariamente en mi trabajo de mileurista en una compañía de seguros. Desde que empecé a trabajar redactando informes para la dirección de la compañía, sobre estadísticas de siniestros en el ramo del automóvil, me había obsesionado un dato que se repetía invariablemente. Las caídas de vehículos desde puentes y viaductos nunca tienen supervivientes, nunca un ocupante sobrevive para contarlo.
Con estos presagios nos introdujimos en la autopista que ha de llevarnos a casa en apenas tres horas. El escaso tráfico nocturno me anima a intentar mejorar el récord alcanzado aquella tarde camino del concierto, entonces, como ahora, con la ayuda de un insidioso artefacto que detecta a distancia la presencia de radares de la policía.
El silencio del viaje sólo es roto por el reproductor de discos compactos, en el que suena la música de Bob X, como eco del reciente concierto. Nunca atiendo a la letra de las canciones, como si fuera algo superfluo. Es una conducta inducida por mi desconocimiento del inglés, idioma de toda la música que he oído en mi vida. Si entendiera el idioma en el que canta Bob X sabría que su música habla de chicos como yo, que a veces van a conciertos de sus artistas favoritos, que viajan con su chica en pequeños y peligrosos bólidos de color negro que dejan a su paso la estela restallante de su escape y sus potentes altavoces.



Coincidiendo con la hora en punto, el autoradio desconecta la música del disco compacto y conecta automáticamente con el boletín informativo de una emisora sintonizada a muchos kilómetros de distancia. La voz del locutor se escucha entrecortada y llena de interferencias y apenas se puede entender que se refiere a un accidente de automóvil. Viajamos en el coche que hace poco le ha comprado a ella su padre y no he tenido tiempo aún de aprender a manejar la radio.
En la hora siguiente, el aparato vuelve a conectar con el informativo que emite una estación de radio cuya sintonía continúa siendo defectuosa. Entre ruidos metálicos, la voz del locutor parece referirse al concierto que acabamos de contemplar, ya que creo reconocer el nombre de Bob X entre el murmullo electrónico. Intento sin éxito mejorar la sintonía e, inmediatamente, el aparato desconecta la radio y vuelve a conectar la música del disco compacto. La profunda oscuridad de la noche sólo se ve alterada en los cruces y las áreas de servicio de la autopista, oasis nocturnos de luz en el inmenso desierto de la noche de asfalto.
Y así transcurre el viaje, hasta que la iluminación continua de la autovía anuncia que hemos entrado en la ronda de circunvalación de la ciudad. La inercia de los casi cuatrocientos kilómetros recorridos y la anchura de la calzada me impulsan a seguir conduciendo a gran velocidad, olvidando los peligros de circular así por una vía urbana, que comienza a ser transitada por los más madrugadores.


El autoradio vuelve a interrumpir la música en la siguiente hora en punto. Mientras sigo conduciendo sin reducir la marcha intento, de nuevo, obtener una buena sintonía manipulando los mandos del aparato. Trato en vano de dividir en dos mi campo visual, entre el parabrisas y la consola central del coche. El artefacto se resiste a ofrecer un sonido limpio y yo centro mi atención sobre la consola, vislumbrando apenas en breves ráfagas visuales el trazado de la carretera. El cambio en el sonido de los altavoces me transmite el pálpito de que he dado con la tecla apropiada para lograr la mejor sintonía de la emisora. Ello aguza mi atención sobre la radio y me hace desentenderme correlativamente de la conducción durante un crucial lapso de tiempo.
De pronto, la familiar sintonía del boletín informativo suena nítidamente por los altavoces, mientras el nombre de la estación sintonizada que aparece en la pantalla del autoradio parece hipnotizarme por un instante. Conseguido mi propósito, abandono lentamente la visión de la consola y me apresto a centrar el interés en la carretera. Cuando mi vista posa su atención exclusiva en el parabrisas no consigo distinguir el esperado perfil de la calzada, que debían enmarcar unas líneas blancas pintadas en el invisible pavimento, al tiempo que siento un golpe seco contra la carrocería y la extraña sensación de estar flotando en una atmósfera deletérea.
Mientras el coche traza su terminal singladura elíptica mi mente vive intensos momentos de vibrantes sensaciones que, ora aumentan mi insuperable desasosiego, ora me sacuden en un estremecimiento alucinado, ora me sumen en un profundo estupor. Dudo si despertarla o ahorrarle la percepción de la inminencia inevitable, pero me apena vivir ese momento sin ella, aunque tan cerca de ella. ¿Tendría aún tiempo para culparme, para afearme ese final que percibo vivamente tan estúpido?
Por mi mente pasan todas las ideas que confluyen en el instante álgido que estoy viviendo. Mis truncados planes para el concierto, que me han obligado a recorrer en el mismo día casi cuatrocientos kilómetros por dos veces, una a la ida y otra a la vuelta y ambas después de una jornada de trabajo que comenzó a las ocho de la mañana y terminó a las tres de la tarde. Su advertencia de que pensaba dormir todo el viaje de vuelta. Su maldita costumbre de cumplir sus amenazas, su maldito coche con esa maldita radio casi inexpugnable…
Finalmente, decido aguardar en silencio lo que haya de venir, apoyado fuertemente en el volante sobre el que tiendo a desplomar todo mi cuerpo cuando la gravedad hace su trabajo sobre el motor delantero.
Antes de ser absorbido por la nada, la densidad de las sensaciones vividas en tan corto espacio de tiempo me trae a la memoria un pensamiento recurrente en mi vida. Unas palabras de Julio Cortázar, oídas en una lejana entrevista en televisión, en las que explica gráficamente su percepción de la relatividad del tiempo. Revelaba el escritor en aquella entrevista cómo había aprehendido empíricamente la teoría de Einstein viajando en metro. A veces, el trayecto entre dos estaciones apenas nos deja tiempo para situarnos en el mapa de la línea que luce en la pared del vagón. En cambio, en otras ocasiones, ese mismo lapso de tiempo nos permite detenernos en profundas y densas reflexiones sobre cualquier cosa que nos preocupe, siendo así que ambos trayectos han tenido una similar duración en segundos contantes.
Pequeños ruidos metálicos de piezas que se desprenden y ruedan atolondradamente por el pavimento o de engranajes y fragmentos que crujen o chasquean, para acomodarse a su nueva posición en el mundo, suenan como eco del gran impacto. Mientras, el hilo que aún me une a la vida permite a mi cerebro registrar una última señal de mis sentidos. Con una nitidez que parece incongruente entre el caos que presumo a mi alrededor, oigo la clara voz del locutor: “En las primeras horas de la madrugada de hoy han perdido la vida en accidente de automóvil la conocida estrella de rock Bob X y su pareja de los últimos años. El coche en el que circulaban, conducido por él, se precipitó por un viaducto de la carretera de circunvalación, cuando se dirigían a su hotel, al término de su último concierto. Ambos murieron en el acto.”

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