viernes, 27 de febrero de 2009

ALONDRA


Me desperté de buen humor y, mientras terminaba de preparar el equipaje, traté de imaginar cómo sería el homenaje fúnebre de Amparo.
Desde que recibí la noticia de su muerte, apenas tuve tiempo de buscar un billete y prepararme a toda prisa. Ni siquiera reflexioné acerca de si mi presencia en las exequias era tan ineluctable como mi conducta parecía demostrar.
Desde que hace dos años me marché a Holanda no había vuelto a verla. La distancia de espacio y tiempo que me ha separado de ella produjo su efecto. Mas, no todo el que yo pretendía. Seguía preguntando por ella en los escasos contactos que mantenía con mi vida anterior y aguzaba mi atención cuando alguien me refería algún episodio en el que ella estuviera presente.
En todo caso, cuando supe que había muerto no lo pensé dos veces. Allí quería estar yo. Ya se vería con qué papel, si es que tenía alguno.
En el taxi que me llevaba al aeropuerto empiezo a ordenar las horas siguientes, tal y como las presiento. Dormiré en casa de mi hermana. La llamo. Repaso la nómina de amigos y conocidos, para barruntar con quién me encontraré en el funeral, pensando cerca de quién me gustará estar.
De pronto caigo en la cuenta de que habrá un libro de condolencias. La Universidad tiene esa costumbre y más tratándose de la máxima autoridad académica. Este asunto me entretiene el resto del trayecto hasta el aeropuerto. Debo pensar bien qué anotaré en el libro. Todos tratarán de extraer de entre sus líneas materia para la chanza y el cotilleo. Me gustaría poner algo cuyo sentido sólo ella hubiera entendido. Quizá no firmaré o emplearé una grafía ilegible. Pienso en alguna de las músicas que hemos compartido. Algo íntimo. Recuerdo “Songs From The Last Century”, de George Michael, que tantas veces nos ha acompañado y estimulado en tardes y noches tórridas de amor y deseo. No hay duda, ese disco fue la banda sonora de nuestras efusiones amorosas.
Pero, ¿no resultará demasiado obvia la cita de una música de connotaciones tan evidentes? Quizá sí. Quizá sería mejor pensar en algo más oscuro o más abstracto, o las dos cosas a la vez. De pronto, estas evocaciones ayudaron a que en mi mente irrumpiera como una revelación la palabra adecuada.
“Llámame Alondra”, me había dicho ella la primera vez en que compartimos intimidad. Y yo la llamaba quedamente así, en nuestros lances de amor proscrito. Me gustaba esa palabra, su musicalidad y su poder evocador. Ya no sabía si el deleite que sentía al pronunciarla era anterior o posterior a ella, pero, en mi memoria, había quedado íntimamente ligada a su recuerdo.
Entro en el avión con mi ordenador portátil. Quiero dedicar el viaje a escribir una necrológica de Amparo, para publicarla en el blog. Como es un blog anónimo, o eso creo yo, al menos, pues sólo me identifico con un seudónimo, pienso que podré escribir lo que quiera con entera libertad. Más que una necrológica al uso, me apetece contarle todo lo que el silencio de dos años se ha llevado. Sí, le escribiré una carta. Enseguida sé que me dejaré llevar por mi innata tendencia a redactar un memorial de agravios, con ese vicio tan mío de enfundarme en la túnica de la cofradía del santo reproche, como diría Joaquín Sabina. Cómo huir de las recriminaciones, cómo escapar del ridículo resentimiento de los amores contrariados. Pero no puedo luchar contra sentimientos tan genuinos…

--------oooOooo--------

“…Recuerdo tu candidatura a las elecciones al rectorado. Con qué desenfado viniste a decirme que habías decidido presentarte. Yo enseguida pensé que si ganabas volarías lejos y te lo dije. A ti no parecía importarte. Me obligaste a exigirte que me incluyeras en tu candidatura. Casi me humillé pidiéndotelo.
En tu segundo mandato, cuando el cansancio y el aburrimiento de una política universitaria carente de medios y de objetivos me hizo volver a mis clases, te deshiciste olímpicamente de mí. Sabías que me costaría el regreso a la actividad docente. Que no aguantaría a tu sustituto al frente del Departamento. Así que me llamaste un buen día para hablarme de ese programa de intercambio de profesorado con la Universidad de Utrecht. No sé holandés, te dije. Pero querías facilitarme la evasión a toda costa, así que me convenciste de que en las universidades holandesas no hace falta saber neerlandés para dar clase. Basta saber inglés o alemán, me dijiste…”


--------oooOooo--------

En el salón de grados de la Universidad no hay nadie cuando entro. O, mejor dicho, sólo está ella. Sobre el féretro, el escudo de la Universidad bordado sobre un paño azul y, en un lateral, un atril con el libro de condolencias.
Me detengo apenas ante el féretro, como si esbozara una breve oración imaginaria y me dirijo hacia el atril. La ausencia de gente en aquel momento me incita a curiosear. No hay muchas páginas escritas, escasamente cuatro o cinco con letras apiñadas en líneas inclinadas que cuesta leer. Me entretengo en descifrar algunas, logrando aflorar los tópicos necrológicos que invariablemente contienen. Mas, no todas. Entre los diminutos renglones de una de las primeras dedicatorias destaca con nitidez una palabra cuya percepción me turba. Me esfuerzo en averiguar la identidad de su autor, a quien ya siento coparticipe de una intimidad compartida, pero no lo logro. Continúo leyendo y, antes de cerrar el libro, aún puedo leer claramente aquella palabra en un par de ocasiones más, escrita con su inicial en mayúscula.
Las viejas brasas de un antiguo rencor no olvidado se avivan en mi interior. Guardo en mi bolso el bolígrafo que tengo en la mano y vuelvo mis pasos hacia la puerta de salida. Comprendo de pronto lo absurdo del viaje y la futilidad de mi papel en los actos que se desarrollarán a continuación. Abro la puerta del salón de grados y, mientras se cierra suavemente, contemplo por última vez el féretro. Mi mirada queda fija en la puerta ya cerrada, al tiempo que aquella palabra retumba en mi cerebro, seca, casi despectiva, desprovista ya de la música que me ha acompañado desde hace tantos años.

No hay comentarios:

Publicar un comentario