sábado, 19 de junio de 2010

Paradojas taurinas

Tuve que pensármelo dos veces antes de aceptar hacerme cargo de aquellas clases. El Teniente Mayor de la orden de caballería que organizaba el máster me envió una dadivosa carta, en la que me animaba a colaborar con ellos, merced a mi supuesto prestigio internacional como experto en patologías del toro de lidia. A mí aquello del prestigio internacional me sonaba parecido al congreso mundial del cante jondo. La internacionalidad o la mundialidad de una cosa y de la otra se reducen al contorno de la Península Ibérica y, aun así, amputándole la ancha franja atlántica de Portugal. Tampoco es que me sintiera muy atraído, ni por la institución organizadora, ni por sus rancios valedores. Una hermandad agraria, dizque nobiliaria, a la que había salvado de la quema y de su segura extinción una asombrosa política agrícola que regaba sus latifundios con generosas subvenciones. Esto les seguía permitiendo ocupar los mejores palcos en la antigua plaza de toros, su plaza de toros, y pavonearse en toda clase de celebraciones y francachelas con los anticuados y ridículos uniformes de la hermandad. Tampoco el contacto con los alumnos me estimulaba. ¿Qué aliciente pueden tener unos jóvenes interesados a estas alturas en perder un curso entero en un máster de tauromaquia?, me preguntaba yo.

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Entonces no sabía lo que ahora sé. Que aquellos estudios otorgaban créditos para varias titulaciones universitarias y que el máster estaba fuertemente subvencionado por la Administración, probable reacción a las débiles campañas antitaurinas. Esta extraña y paradójica coyunda entre universidad y tauromaquia no es la única que pude contemplar aquellos meses. Al finalizar el máster, asistí a un solemne acto organizado por la orden caballeresca, que se celebraba todos los años, en el que se premiaban, simultáneamente, los mejores expedientes académicos de la universidad y las mejores faenas de la última feria taurina. Y el acto no fue moco de pavo. Estuvo presidido por el alcalde, el rector de la universidad y el presidente de la diputación provincial. Y a él asistió, como figura estelar, un matador ya retirado, que tenía en la ciudad tratamiento de auténtico faraón taurómaco. El maestro, como todo el mundo lo llamaba, apenas sabía hilar dos frases seguidas sin dañar seriamente la gramática, pero eso no era óbice para que estuviera allí con cierta desenvoltura entregando premios, ora taurinos, ora académicos.

A pesar de todas estas cosas, decidí aceptar. ¡Qué diablos me importa quién me paga ni para qué me paga, si me paga bien!

Las clases del máster me obligaban a desplazarme desde mi ciudad cada semana. Por suerte podía hacerlo en tren de alta velocidad, medio en el que ambas ciudades distaban apenas media hora. Siempre me había llamado la atención aquel tren paradójico. Me preguntaba por qué el gobierno había decidido instalar la primera línea de alta velocidad ferroviaria en una ciudad cuya velocidad media la marcaban los pesados pies de los costaleros en Semana Santa, el lento caminar de los coches de caballos en el inmenso atasco del real de la feria o el premioso paso de los bueyes que arrastran las carretas camino de la romería de la virgen.

ooooooOoooooo

Fueron los alumnos del máster quienes me llevaron la primera vez a aquel local. El bar estaba muy próximo al emplazamiento de las clases, de modo que al salir, hacia las dos de la tarde, uno se dejaba caer como sin querer en aquel lugar cuyo agradable aspecto hacía presagiar que las viandas estarían al nivel de su envoltura.

La Vinatería San Telmo estaba regentada por una pareja de argentinos. Él laboreaba en la cocina, mientras ella deambulaba por entre las mesas acomodando a los clientes, explicándoles los componentes y la preparación de tapas y raciones y aconsejándoles sobre el consumo de vinos argentinos, la especialidad de la casa.

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Aquella primera vez no me percaté de que paredes y techo del bar estaban decorados con citas literarias. Aquel día mi limitada capacidad cognitiva estaba por completo ocupada calibrando los novedosos personajes femeninos que habían irrumpido en mi vida. Dos alumnas del máster y, sobre todo, la dueña del establecimiento.

Las chicas del máster pronto dejaron de interesarme. El máster no les importaba absolutamente nada y mis clases todavía menos. Con todo, más notable era comprobar cómo esa falta de interés parecía extenderse a todos los órdenes de la vida que estuvieran situados extramuros de sus pequeñas vanidades. Y éstas, a su vez, eran tan triviales y anodinas...

Graciela, que así se llamaba la encargada de las mesas, tenía un cierto porte aristocrático, a pesar de su juventud. Era extremadamente flaca, apenas sin formas en sus caderas y de pecho poco prominente. Caminaba muy erguida, mirando de frente, casi hacia arriba y con el mentón ligeramente levantado, moviéndose lenta, pero sinuosamente por entre las mesas. No era una mujer guapa, aunque su mirada inteligente, sus ademanes suaves y elegantes y su voz tenue de arrebatador acento bonaerense cautivaron mi atención al primer instante.

Aquella mirada penetrante que me dedicó el primer día, a primera vista, me confundió. Luego pude comprobar que no era una muestra de interés. Bueno, en realidad sí lo era, pero de un interés, digamos, comercial, que dedicaba a todos los nuevos clientes, a los que escrutaba minuciosamente la primera vez que aparecían por el establecimiento. No sé si trataba de leer en sus ojos -en mis ojos aquél día- el tamaño del buche o del bolsillo. Pero, ya digo que a mí me confundió y quise ver un interés potencialmente lúbrico, donde sólo había otro actualmente mercantil.

Sobre las tres de la tarde, los alumnos se marcharon a sus casas y yo me quedé allí almorzando solo. Bueno, solo no, en compañía de Graciela.

Los días entre semana no había mucha gente almorzando, de modo que pronto ella había servido a los clientes y se acercó a mi mesa a pegar la hebra. Más tarde, con la cocina ya cerrada, su ocupante se despidió de ella, hasta después, con un saludo al vuelo. Hablamos de cosas insustanciales aquel primer día y brevemente, hasta que tuve que marchar a prisa para no perder el tren.

En mi viaje de vuelta me descubrí amasando vívidas ensoñaciones con aquella mujer con la que apenas había intercambiado media docena de banalidades y otro cuarto y mitad de convencionalismos. Siempre he sido muy propenso a tales excesos al sentirme mecido por el suave bamboleo traqueteante de los trenes. Por suerte, la alta velocidad no ha estropeado esa atmósfera de emoción ferroviaria. Si acaso, sólo ha reducido el tiempo de su disfrute.

Toda la semana estuve anhelando la llegada del siguiente jueves. Toda la mañana del jueves estuve deseando que terminaran las clases para vivir la emoción del reencuentro y, al salir, entré de nuevo en la vinatería con algunos alumnos y allí estaba ella, previsible, sonriente, luminosa, pero profesional en su trato con nosotros, también conmigo.

Lo que ocurrió a continuación y en las semanas siguientes fue casi un ritual. Los chicos se iban a comer a casa tras una cerveza y ella se acercaba a charlar, mientras yo terminaba de comer y un rato después de sobremesa. Casi sin darme cuenta, me iba infiltrando en el alma a aquella argentina en dosis semanales, con la alocada inconsciencia de un toxicómano.

Pronto supo el motivo de mi visita semanal y no dejó de interesarse por mis aparentes conocimientos de tauromaquia, presunción ante la que de poco sirvieron mis protestas. Es verdad que mi fama como experto en patología del toro de lidia me había permitido conocer y tratar a todas las subespecies de la tribu taurina. Cuando me desplazaba a las dehesas, llamado por los ganaderos con el fin de examinar algún ejemplar enfermo especialmente valioso o para tratar alguna epizootia, no era infrecuente que me encontrara con novilleros y matadores que andaban por allí entrenando o, simplemente, sumergidos en ese particular universo, para no dejar de respirar el aire de una atmósfera tan particular y penetrante. Y, si estaba el maestro, a su alrededor nunca faltaba una nube de satélites, fijos o de ocasión: apoderado, mozo de estoques, parientes de los más diversos grados y aficionados sin graduación. Graciela encontraba paradójico mi absoluto desinterés por todo ese mundo que a ella, desde la nebulosa porteña desde la que contemplaba el mundo y la vida, le resultaba atrayente, por exótico y racial.

Tuve que explicarle que mi inclinación por el toro de lidia era puramente profesional y había nacido de un modo azaroso. Ni siquiera estaba vinculado a ese mundo por una vocación más o menos conscientemente ecologista. A mí, la verdad, el futuro del toro de lidia me importaba un pepino. Las premoniciones apocalípticas de los taurinos, acerca de que la desaparición de las corridas de toros llevaría aparejada la segura extinción de la especie me dejaban totalmente frío. No porque no lo creyera, sino porque me traía completamente sin cuidado.

Le dije que mis vínculos con el toro de lidia se remontaban a los años en que mi maestro en la facultad de veterinaria y director de mi tesis doctoral me obligó a investigar acerca de una idea asaz peregrina que él mantenía y que exponía a todo el que quisiera oírle, en aulas, despachos y barras de tabernas de la Judería. Este pintoresco individuo, ya fallecido, era catedrático de histología de los animales y sostenía la existencia de un insólito vínculo entre dos fenómenos cuya relación, aparentemente circunstancial, asombraba a su auditorio, ya desde el inicio de su discurso. Estos fenómenos concomitantes eran la frecuencia con la que se caían los toros en las plazas al lidiarlos y la decadencia del rabo de toro estofado, auténtica joya de la gastronomía tradicional de la ciudad, que había venido a menos en los últimos lustros. Sostenía mi maestro que la culpa de ambas plagas se encontraba en el cambio de la dieta de los toros. Los ganaderos habían optado por el empleo masivo de piensos compuestos en la alimentación de los animales, en detrimento de la dieta exclusivamente natural de antaño. Como consecuencia, las deyecciones tenían una composición menos atractiva para las moscas que, al no acudir ya en masa a libar en los excrementos, molestaban menos a los toros. Esto producía una menor movilidad del rabo de los animales, que ya no tenían que estar constantemente espantando las pegajosas moscas de sus cuartos traseros. De modo que los músculos que mueven el rabo, ingrediente fundamental de la joya gastronómica, faltos de ejercicio, ya no tienen la textura fibrosa y la tersura que daban al plato su extraordinario valor. Simultáneamente, por una serie de complejas razones bioquímicas, que mi maestro suponía y que yo debería investigar, el cambio en la alimentación ocasionaría un debilitamiento de los tendones y los cartílagos de las articulaciones, que provocaría que los pobres animales acabasen con sus huesos en el suelo cada dos por tres, con gran indignación de los aficionados que asisten a los festejos, que acaban gritando “tongo, tongo”, en los casos más escandalosos.

Rabo de toro

Esta sucesión de causas y concausas hizo reír a Graciela, que quedó finalmente pensativa. Yo la miraba percibiendo que todo aquel juego de preguntas y respuestas era un mecanismo de seducción mutua asegurada en el que habíamos empezado a entrar, inopinadamente. Aunque, a lo mejor, todo era una figuración mía y ella sólo estaba pensando en el episodio que yo le acababa de contar. Esa duda me hacía mirarla aún más intensamente, para tratar de desentrañar la verdad de su mirada, la razón de su silencio, pero sin resultados concluyentes.

En fin, a la sazón, le decía yo a Graciela, aquella tesis doctoral no me permitió demostrar las peregrinas tesis de mi maestro, pero me convirtió en un experto en anatomía y patología del toro de lidia. Y esta pericia, hábilmente acrecentada con el tiempo, me permitía redondear, y algo más que redondear, los magros ingresos de la universidad.

Después de unas semanas, premeditadamente, preparé mi vuelta a casa en un tren que salía dos horas más tarde del que venía utilizando hasta ese momento.

Cuando llegó la hora en la que debía marcharme le anuncié a Graciela mi nuevo plan, anuncio que ella encajó con total indiferencia. En aquella fase de mi asedio, que no mostrara disgusto ya fue un triunfo. De modo que seguimos charlando despreocupadamente.

Más tarde se levantó y la sentí moverse por la cocina. Desde allí me llamó. Acudí intrigado y algo excitado y, al entrar en la cocina, ella estaba apoyada en una mesa y me hizo un gesto para que me acercara. Cuando estuve cerca me cogió las manos con las suyas, me besó ligeramente en los labios y apoyó su cabeza en mi pecho. Así permanecimos un rato en silencio, mientras mi corazón palpitaba con fuerza. Poco a poco me fui desprendiendo de su cuerpo pegado al mío, me alejé apenas un metro de ella y me sorprendí a mí mismo inquiriéndole con gestos acerca de su conducta. Ella entendió que le preguntaba por el habitante habitual de la cocina y prorrumpió en una carcajada nerviosa que me dejó perplejo. Cuando pudo dominar la risa me dijo con esa voz que me había prendido desde el primer día: “sos requeteboludo, ¿qué pensás, qué es mi marido?, es mi sosio”.

De la mano me llevó hasta la ventana que comunicaba la cocina con el salón de las mesas del local y, desde allí, me indicó que mirara hacia arriba, hacia un punto del techo en el que estaba escrita una cita de Rayuela: “andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”.

Aquella tarde perdí mi tren y todos los que salieron después. Desde aquel día perdí todos los trenes que me llevarían de vuelta.

1 comentario:

  1. a esa misma cita aludia Saramago para recordar la feliz coincidencia de encontrarse en la vida con la viuda que hoy le llora.

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