viernes, 15 de octubre de 2010

La Guerra Civil según Azaña

Estoy leyendo el libro “Causas de la Guerra de España”, de Manuel Azaña. Se trata de una recopilación de artículos publicados en 1939 en la revista inglesa World Review y destinados a un público internacional. La visión de Azaña sobre todas las cuestiones que trata es extraordinariamente lúcida, objetiva y honesta. Estos atributos son particularmente valiosos, si se tiene en cuenta la cercanía de los hechos sobre los que reflexiona, su intensa implicación en los mismos y su situación personal en los momentos en que fueron escritos los artículos: exiliado en Francia y teniendo que huir o defenderse, él y toda su familia, del acoso simultáneo de los nazis, del Gobierno de Pétain y de agentes franquistas. Situación que, sin duda, colaboró a su deterioro físico y muerte, pocos meses después.

Transcribo un pasaje del libro que me ha impresionado especialmente. Es la descripción más cruda y descarnada que he leído nunca de la cara más terrible de la Guerra del 36. Sobran las palabras.

azaña

“… la obra sombría de la venganza prosiguió extendiendo cada noche su mancha repulsiva. Los dos impulsos ciegos que han desencadenado sobre España tantos horrores, han sido el odio y el miedo. Odio destilado lentamente, durante años, en el corazón de los desposeídos. Odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la «insolencia» de los humildes. Odio de las ideologías contrapuestas, especie de odio teológico, con que pretenden justificarse la intolerancia y el fanatismo. Una parte del país odiaba a la otra, y la temía. Miedo de ser devorado por un enemigo en acecho: el alzamiento militar y la guerra han sido, oficialmente, preventivos, para cortarle el paso a una revolución comunista. Las atrocidades suscitadas por la guerra en toda España, han sido el desquite monstruoso del odio y del pavor. El odio se satisfacía en el exterminio. La humillación de haber tenido miedo, y el ansia de no tenerlo más, atizaban la furia. Como si la guerra civil no fuese bastante desventura, se le añadió el espectáculo de la venganza homicida. Por lo visto, la guerra, ya tan mortífera, no colmaba el apetito de destrucción. Era un método demasiado «político», no escogía bien a sus víctimas. Millares de ellas iban cayendo, no por resultas de sus actos personales, sino por su tendencia. El impulso motor era el mismo, ya se invocase el principio de autoridad y la urgencia de amputarle a la nación sus miembros «podridos», ya se operase clandestinamente por las pandillas de desalmados que en la pasión política pretendían encontrar una justificación de la delincuencia. En el territorio ocupado por los nacionalistas fusilaban a los francmasones, a los profesores de universidad y a los maestros de escuela tildados de izquierdismo, a una docena de generales que se habían negado a secundar el alzamiento, a los diputados y ex diputados republicanos o socialistas, a gobernadores, alcaldes y a una cantidad difícilmente numerable de personas desconocidas; en el territorio dependiente del gobierno de la República, caían frailes, curas, patronos, militares sospechosos de «fascismo», políticos de significación derechista…”

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