sábado, 17 de diciembre de 2011

En el día en que murió Christopher Hitchens

Ayer murió Chistopher Hitchens. Hace poco te hablé de él aquí mismo, a propósito de su libro “Dios no es bueno”, título al que, según Salman Rushdie, le sobra una palabra. Mientras iba hacia Córdoba en el tren decidí empezar a leer sus memorias, que ha publicado bajo el título “Hitch 22”. Hace semanas que venía peleándome con la versión inglesa del libro y ayer decidí abandonar tan “loable” tarea y sumergirme ya vertiginosamente en la versión española. Son cosas que puedes hacer con el iPad, que te permite llevar encima una pequeña (o grande) biblioteca por el peso de un libro. Yo llevo ahora toda clase de cosas, no solo libros. También tebeos, como Mafalda o Tintín y algún número reciente de National Geographic. De este modo desaparecen los tiempos muertos.

He sabido de Christopher Hitchens hace no mucho tiempo, pero ha sido el suficiente para lamentar su temprana desaparición. Tenía 62 años. Sólo he leído el ya mencionado “Dios no es bueno” y, con dificultad, algunos de los últimos artículos que publicaba en Vanity Fair y, como te dije, acabo de empezar sus memorias. Aprecio en él su laicismo radical y su recta  actitud ilustrada frente a todo autoritarismo, venga de donde venga, que le ha llevado, a veces, a sostener posturas tan controvertidas como apoyar la invasión de Irak, como único modo de derrocar al sátrapa.

Ha pasado sus últimos días en el Anderson Cancer Center de Houston, únicamente con tratamientos paliativos, para morir en paz. Allí lo iban a visitar sus amigos. Ayer contaba el novelista inglés Ian McEwan, en “The Guardian” la última visita que le hizo a Houston.

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Chistopher Hitchens flanqueado por Ian McEwan y Martin Amis, en Uruguay

Dice Ian McEwan que Hitchens apreciaba mucho las visitas (“nadie fue nunca tan fácil de visitar en un hospital”). Cuando despertaba de sus sueños inducidos por la morfina, le gustaba que estuviera presente alguno de sus amigos, para iniciar una animada charla. En su última visita, cuando llegó McEwan hasta el hospital desde el aeropuerto, antes siquiera de saludarse, Hitchens vio que sobresalía un libro del equipaje de su amigo. Dice McEwan que ellos nunca habían hablado antes del autor del pequeño libro, una historia subterránea de Londres. No obstante, Hitchens disertó un buen rato sobre el autor y el resto de su obra, que parecía conocer perfectamente y, ya cuando terminó, ambos se saludaron. Hitchens se leyó el libro esa misma tarde, llenándolo de anotaciones en los márgenes.


No sé por qué charlaba yo ayer tarde con mi madre sobre la teoría de la evolución, y su posible compatibilidad con la creencia en Dios. Asuntos inusuales entre nosotros, por cierto. Hoy ha muerto un prominente ateo, le dije a mi madre, refiriéndome a Hitchens, y le comenté por encima mi lectura de “Dios no es bueno”.


Mi madre me dijo que había vivido en varias ocasiones experiencias que ella interpretaba como indudables señales de la presencia de Dios y se refirió en concreto a una vivencia triste para todos nosotros que yo recordaba perfectamente, de la que me dio algunos detalles que no sería delicado que yo revelase aquí. Le dije que yo siempre había pensado que la fe, si era algo, era un asunto personal y no científico y que así entendía yo sus vivencias.


Luego me quedé pensando que las razones que conducen a mi madre a creer y a mi en dirección contraria son, en el fondo, las mismas. Yo nunca he percibido las señales de las que habla mi madre, a pesar de haberlas buscado denodadamente en alguna época de mi vida. Ahora ya, no sólo no las busco, sino que si algo así apareciera en mi vida, no lo atribuiría a una intervención sobrenatural. Haber leído a Hitchens y a otros y mi propio saber y experiencia me dicen que no es posible demostrar la existencia de Dios y que, aunque no es más fácil demostrar lo contrario, yo más bien pienso, como Richard Dawkins (“El espejismo de Dios”), que es casi seguro que no hay Dios.

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