jueves, 26 de enero de 2012

Grave retroceso democrático

El poder, en democracia, emana del pueblo. La Justicia es uno de los 3 poderes del Estado, pero es administrada por una casta de sacerdotes, a los que la Ley inviste de la potestad de juzgar, por el mero hecho de haber aprobado un examen, no importa cuan difícil sea.
Por razones probablemente relacionadas con la extracción social de los jueces (sólo personas con recursos pueden permitirse ir a la universidad y luego dedicar un número de años a preparar las oposiciones), la mayoría de ellos son de tendencia conservadora. Quizá más del 80 por ciento, a tenor de la composición de las diferentes asociaciones en las que se organizan.
El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que es el órgano de gobierno de la Justicia tiene, entre sus funciones, la de nombrar a los magistrados del Tribunal Supremo y a los Presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas, seleccionar a los nuevos jueces y resolver los concursos de traslados, además de ejercer la potestad disciplinaria. Nada cuesta imaginar que el ejercicio de tan importantes competencias mediatiza, influye y condiciona el ejercicio de la administración de Justicia en España. Es algo evidente que no necesita mayores explicaciones. El que no lo crea así debe ser porque piense también que los jueces son espíritus puros. Una especie de ángeles sin ideología, sin intereses e incluso sin sexo.
La primera Ley del CGPJ, en tiempos de la UCD, atribuyó a los propios jueces la dirección y el control de la Justicia, al otorgarles la facultad de nombrar a la mayoría de los miembros del CGPJ. De este modo, la Justicia era gobernada por una casta conservadora, completamente desligada del concepto de soberanía popular. Parece mentira tener que recordar esto a estas alturas, pero un principio básico de la democracia y de la libertad es que el poder, todos los poderes, emanan del pueblo. La UCD convivió cómodamente con esta situación, lógicamente.
Cuando Felipe González ganó las elecciones en 1982, pronto pudo advertirse la hostilidad del poder judicial hacia la nueva mayoría política que habían alumbrado las urnas. De modo que en 1985, la mayoría socialista en el Parlamento modificó la Ley, atribuyéndole a las Cortes Generales la facultad de nombrar a la mayoría de los miembros del CGPJ. Esto ha obligado todos estos años a los grupos políticos parlamentarios a ponerse de acuerdo y el CGPJ ha reflejado, de alguna manera, en cada momento, la mayoría social derivada de la composición del Parlamento.
De este modo, la Justicia ha seguido siendo administrada por la misma casta conservadora pero, al menos, el sistema de nombramiento del CGPJ ha permitido que la soberanía popular tenga una cierta influencia en ese ámbito tan importante del poder. A lo que también ha servido la institución del Jurado, otra iniciativa socialista.
El Partido Popular pretende ahora volver a los tiempos anteriores a 1985, otorgándoles de nuevo a los jueces todo el poder judicial sin cortapisas. La excusa del PP es que el sistema actual ha producido una indeseable politización de la Justicia.
Se trata de una táctica muy frecuente. Se invocan altos ideales, como la regeneración democrática o la despolitización (si tan deleznable es la política, ¿por qué se dedican a ella?), cuando lo que de verdad se pretende es el logro de objetivos mucho menos elevados. En este caso, colocar a uno de los tres poderes del Estado bajo la órbita y el control permanente de un sector social, con su ideología y sus intereses.
Por eso, la reforma podrá ser tildada de muchas cosas, pero de ninguna manera supone una mejora democrática, sino justamente todo lo contrario. Y, además, con la reforma no se despolitizará la Justicia. Continuará politizada, pero siempre cojeando del mismo pié.

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