viernes, 20 de agosto de 2021

NO LE DIGAS A MI MADRE QUE FUI ALTO CARGO DE LA ADMINISTRACIÓN

 


Hace más de siete años que redacté esta entrada del blog, con este mismo título, pero, finalmente, no me animé a publicarla. Como me parece que no ha perdido actualidad, en absoluto, me animo a hacerlo ahora. Aquí abajo el texto de lo escrito en el mes de marzo de 2013.

"Los medios de comunicación se vienen haciendo eco, desde hace algunos meses, de la renuencia del Gobierno de la Junta de Andalucía a aportar información detallada sobre las denominadas ‘cesantías’ de los altos cargos. Con esta resistencia se puede estar transmitiendo a la opinión pública la sensación de que se trata de algo vergonzoso, cuya existencia, a duras penas, se reconoce y cuyos beneficiarios y cuantías permanecen ocultos.

Yo he sido beneficiario de tales compensaciones y no tengo el más mínimo reparo en que se conozcan la cuantía y circunstancias de lo que he percibido. Y, como no tengo nada de lo que avergonzarme, sino al contrario, lo voy a dar a conocer públicamente, aunque no tengo ninguna obligación legal de hacerlo.

Fui alto cargo de la Junta de Andalucía entre los años 1994 y 2010. El puesto que desempeñé durante un tiempo más prolongado (unos 10 años) fue el de Interventor General de la Junta de Andalucía, que es el máximo responsable del departamento encargado del control interno y de la contabilidad del Gobierno y del sector público de la Junta. Sus cometidos fundamentales son la fiscalización y la rendición de cuentas ante el Parlamento de Andalucía, el Consejo de Política Fiscal y Financiera de las Comunidades Autónomas y el Gobierno de la nación, de un conglomerado de más de 200 entidades públicas que ‘mueven’ anualmente una cantidad superior a los 30 mil millones de euros.

Durante el desempeño de mis responsabilidades como alto cargo de la Junta de Andalucía percibí, exclusivamente, un sueldo equivalente al de Director General. Durante más de 16 años vi cómo mi salario fue congelado varias veces y otras experimentó incrementos inferiores en un 50% al de los funcionarios. Además, tuve prohibido, no sólo por la dedicación que los cargos exigían, sino por Ley, realizar otros trabajos o percibir cualquier otra retribución económica, incluidas algunas que sí percibían los funcionarios que trabajaban conmigo, como las derivadas de impartir cursos o conferencias, publicaciones, la participación en tribunales de oposiciones y concursos, etc. Por cierto, por esta razón, las retribuciones de algunos de mis subordinados llegaron a ser superiores a las mías.

Cuando cesé en mi condición de alto cargo me acogí al derecho establecido en la Ley de percibir una compensación económica (la denominada cesantía) de un mes de mi sueldo (excluido el incentivo de productividad) por cada año de servicio como alto cargo, con un máximo de 12. Como yo lo había sido durante más de 16 años, cobré la cesantía entre diciembre de 2010 y noviembre de 2011. Para que se hagan una idea, el sueldo anual de Director General en el año 2011, según la Ley del Presupuesto, era de 54.637 euros. Esa fue, por tanto, más o menos, la cantidad íntegra anual que yo recibí, dividida en 12 pagas mensuales.

Uno de los fundamentos de las cesantías es facilitar el reingreso al mundo laboral de quienes han desempeñado altos cargos de la Administración, permitiéndoles el reciclaje y adaptación a su nueva situación. Yo me lo tomé al pie de la letra y seguí un programa de aprendizaje del idioma inglés, en Gran Bretaña, que pensé que me sería útil para los cometidos que me deparara el futuro como funcionario de la Junta, que era y es mi profesión. Para ello realicé una inversión de mi bolsillo de unos 15 mil euros. Evidentemente, durante ese período tuve que seguir sosteniendo a mi familia con mis únicos ingresos, que eran los de la cesantía.

Algunos pueden pensar que la indemnización por cese es excesiva. Incluso habrá quienes la consideren completamente injustificada y, por tanto, escandalosa.

Yo les voy a decir cómo contemplo, globalmente considerada, la retribución del desempeño de mi trabajo como alto cargo de la Junta de Andalucía durante más de 16 años, incluida la indemnización final de la que les vengo hablando.

Es difícil encontrar en el ámbito privado un término de comparación. Pero, si tomamos en consideración el volumen económico y la importancia de las responsabilidades que yo desempeñé, tenemos que irnos a las grandes empresas del IBEX-35 para encontrar un cierto parangón. Ya les he dicho cuánto gana un Director General en la Junta. ¿Les parece exagerado que les diga que el Interventor General de la Junta de Andalucía, que controla y rinde cuentas anualmente de más de 30 mil millones de euros, gana menos de la décima parte que un director financiero de una de las grandes del IBEX-35? No, no es exagerado. Y ello sin contar ‘stock options’, seguros médicos, colegios privados para los hijos, coche de la empresa, etc. Y no hablemos ya de las indemnizaciones por cese. ¡Ah!, dirán algunos, se trata de empresas privadas, que pueden hacer con su dinero lo que les venga en gana. Bien, dejemos de lado esa broma del dinero privado. Dinero privado de bancos rescatados por los contribuyentes; dinero privado de empresas de energía que, o tienen los precios intervenidos o viven de subvenciones; dinero privado de empresas recién privatizadas, que aun viven del privilegio de ser cuasimonopolios de hecho. Pero bueno, si a alguien le ha parecido inapropiado el término de comparación que he elegido, ¿qué le parece si tenemos en cuenta el caso de las Cajas de Ahorros, por cierto, la mayoría de ellas, hasta hace poco, de titularidad pública? Como, en su momento, se airearon suficientemente en los medios los sueldos y las indemnizaciones por despido que percibió cualquier cargo intermedio de una caja de ahorros, no es necesario que abunde en ello.

La crisis económica, los numerosos casos de corrupción descubiertos en los últimos años y otras causas han generado en la sociedad una animadversión hacia los responsables públicos que se ceba con especial ahínco en sus retribuciones, las cuales se consideran con frecuencia injustificadas y hasta escandalosas. En ocasiones, uno tiene la sensación de que desde la opinión pública y publicada parece anhelarse un mundo en el que los servicios públicos sean dirigidos por aficionados sin retribución, como si de una comunidad de vecinos se tratara. O quizá que se dirijan espontáneamente, mediante autogestión.

Desde mi punto de vista, la retribución adecuada de un puesto directivo debería estar determinada, básicamente, en función de su complejidad, dedicación y responsabilidad y no por el carácter público, presuntamente privado o mediopensionista de la entidad para la que se trabaja. Y, desde esta perspectiva, cuando evoco mi retribución como alto cargo de la Administración, incluida la cesantía, y la comparo con las cifras mareantes que se manejan en otros ámbitos, muchos de ellos públicos o semipúblicos, me parece pura y simplemente una broma. Que mi desempeño haya sido voluntario no le resta un ápice de autenticidad al desaire retrospectivo que experimento al recordar lo que me pagaban por ello y cuando oigo en la plaza pública algunas opiniones sobre la retribución que merecen los responsables públicos.

Por razones que no vienen al caso, es altamente improbable que yo vuelva a recibir una oferta para desempeñar un puesto de designación gubernamental. Pero, si se produjera tal oferta, probablemente la rechazaría, por ausencia de incentivos o estímulos para aceptarla. Y, si la lealtad al improbable oferente o cualquier debilidad de otra índole ablandaran mi espíritu, enseguida aparecería otra motivación con fuerza suficiente para vencer la tentación. La desconsideración, cuando no el desprecio de la opinión pública española hacia quienes desempeñan altas responsabilidades públicas colman mi ánimo de una sensación invencible: la de que no hay nada ni nadie que merezca que yo haga, de nuevo, semejante esfuerzo.

Por el bien de la nación, debería evitarse que cundiera esta sensación que a mí me embarga."

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