viernes, 31 de agosto de 2007

El sacapuntas


Acostumbro a tomar notas en mis viajes. Aprovecho los escasos tiempos muertos que va dejando el día. Lo suelo hacer a lápiz, usando los que encuentro en los hoteles. Todos los que llevaba en la mochila tenían ya la punta roma y no eran útiles para escribir, así que busqué un sacapuntas. ¿Cuántos años hará que no compro un sacapuntas? Humilde utensilio que el moderno mundo tecnológico parece haber arrumbado, por irrelevante, casi innecesario: los niños usan portaminas o tiran los lápices cuando se gasta la punta. Y, si piden un sacapuntas, lo quieren sofisticado, con manivela y depósito para las virutas de madera y grafito, entrañable resíduo con olor a infancia y a tareas escolares.

No hay lugar en el mundo de hoy para el modesto sacapuntas, insignificante instrumento que carece de mecanismo alguno, que no ha de enchufarse a ningún otro, sin cable de red, ni puerto USB, sin pilas ni cargador.

Pedí el sacapuntas al dependiente de la papelería, con la sensación de estar evocando un mundo olvidado. Un mundo de zapatos Gorila, reglas de madera y pizarras que hacían honor al nombre. Un mundo en el que el café se molía a mano, se bebía agua de un botijo y el suelo se fregaba con balletas (gofifas, o algofifas, se dice en mi tierra). Recreándome en la suerte lo pedí de metal. También los había de plástico, más modernos, pero más endebles. El sacapuntas de metal era, en cierto modo, un sacapuntas con "clase", un sacapuntas aristocrático. Con delectación examiné el artículo que me ofrecía el dependiente. Un producto que auna la simplicidad de diseño y construcción a su plenitud funcional. El tamaño, diminuto, indispensable para realizar su cometido. La cuchilla, con su filo acerado, unida al cuerpo por un tornillo que permitirá su repuesto algún día. Los costados, curvos y estriados, para facilitar su sujección con los dedos pulgar e índice, mientras, con la otra mano, giramos el lápiz sobre su propio eje en el interior del sacapuntas, para realizar la función que le es propia. En definitiva, una espléndida manufactura. Un perfecto afilalápiz, como le llamaba mi padre; o aguzalápiz, como se le llama en algún otro sitio.
Pregunté por el precio: cuarenta céntimos. Un precio inaudito. Lo pagué pensando que no hay nada en el comercio que ofrezca tanto por tan poco. No creo que ni los chinos sean capaces de producir una pieza tan perfecta y, al tiempo, tan simple, a un precio tan bajo. De modo que pensé que ese sacapuntas llevaba en aquella papelería desde los tiempos de la enciclopedia "Álvarez" y, al ser tan pequeño, el dueño se olvidaba algunos años de actualizarle el precio.

2 comentarios:

  1. Y luego apareció la innovación de aquel otro scapuntas que era una cuchilla montada sobre una especie de arco metálico que tenía la virtud de afilar (o acuchillar) los lápices, pero que perdía el encanto de la redondez perfecta y cónica del "saca" de toda la vida.
    Es verdad, hoy no hay sitio para él en este mundo tecnológico, igual que no lo habrá definitivamente para la estilográfica con que algunos seguimos empeñados en escribir -cada vez más en privado- ni para los tinteros, cada vez más difíciles de encontrar. Como no lo habrá -espero no llegar a verlo- para un libro bien encuadernado, con ese olor a libro nuevo de siempre, que ambientaba mis meses de septiembre, al volver al colegio, o ese olor a nata de las gomas "milán" tan moderno que sustituyó a las de siempre, inodoras. El papel virgen del cuaderno nuevo, el olor del libro o de la tinta del tintero recién abierto eran aromas serenos de fin de verano. A este paso, todo lo que no sea un teclado o un software de digitalización de voz, será solo un objeto de museo.
    Soy, somos, de otra época; de la que nos enraizó, no de aquella en que crecemos, por frondoso y alto que lo hagamos. E, inevitablemente, nos vamos alejando de ella. Así es la vida.

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  2. Pues yo soy de esta época y he vivido todo eso. Los sacapuntas de metal, la goma, mi pluma y sus tintas y el olor a libro nuevo.

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