sábado, 20 de octubre de 2007

Yo me llamo Josep Lluis

Este es uno de los encontronazos que tuvo Carod Rovira el otro día en el programa de televisión "Tengo una pregunta para usted". Es innegable que resulta dificil contestar racionalmente a quien exige que le llamen por su nombre. Tampoco es fácil la respuesta a un catalán que dice no sentirse español, como afirmó Carod en el mismo programa. De hecho, columnistas y tertulianos no han pasado en los días sucesivos de los raidos chascarrillos sobre si su padre era guardia civil o era de Aragón. ¡Qué cansada resulta ya la raída retórica españolaza, que presume de graciosa, de los burgos, ussías, losantos y demás cofrades!

Puede resultar paradógico, pero a mi me ha recordado más bien la catilinaria de Carod al exabrupto, "hable usted en cristiano".

El comentario más sagaz que he leído sobre el tema es, cómo no, de Arcadi Espada. Lo transcribo íntegro a continuación:

"Josep Lluís, Arezzo, Maryland y Pussemange

Querido J:

He visto en el gran almacén de YouTube el instante memorable en que Josep Lluís Carod-Rovira se encara con el pueblo y le grita: ¡Yo no me llamo José Luis! Después de muchos años vuelvo a ver la tele. La razón es obvia: gracias a ese tipo de almacenes internáuticos la programación televisiva se ha convertido en una sucesión de gags extraordinarios. Los goles de la jornada. Espectactor's Digests. Como bien sabes, a pesar de que lo aprendiste después de los cuarenta años, y eso que Rajoy decía que era imposible, digest es compendio. Mira qué espléndida definición trae la Rae de la palabra: "Breve y sumaria exposición, oral o escrita, de lo más sustancial de una materia ya expuesta latamente". Latamente. La lata inmensa de lo que llamaban programación. Atrás quedó el relato premoderno apelmazado, inacabable, la interrupción publicitaria o la búsqueda ciega en el vídeo. Yo creo que la televisión ha encontrado finalmente su formato. Y es justo que así sea. Su intención obsesiva no ha sido otra que la del espectáculo, y el espectáculo se manifiesta en toda su grandeza homeopática. ¡Fuera recitativos! En la inmensa ópera global de la televisión sólo caben las arias.
He venido a parar en la ópera, pero yo tenía en la cabeza el género chico. Nunca he podido ver a Carod sin pensar en un personaje de zarzuela. Muy español, a qué negarlo. A veces como un republicanote retrechero, con una demagogia insólitamente parecida a la de Lerroux. Y ahora, después de lo de YouTube, como una versión ejemplar y racialísima del característico catalán. Del catalán empreñat. El característico debe de ser, probablemente, una herencia de la Comedia del Arte, donde los personajes solían actuar siempre con su misma mueca y una gestualidad muy codificada. Carod cumplió el otro día a la perfección con todo lo que los asistentes a la zarzuela esperaban de él: ni una mueca fuera de sitio. Y como sucede con todos los que se empeñan bravamente en ser feos y antipáticos, inspirando también una postrera y recóndita ternura. ¡Yo no me llamo José Luis! Ea, que no.
Es llamativa la suerte que ha corrido Carod con la onomástica. Una burda leyenda urbana, que aún se repite en los ambientes provinciales del todo-Madrid-comenta, le atribuyó un secreto apellido Pérez. ¡Como era hijo de guardia civil tenía que llamarse Pérez! Y como era un independentista hijo de guardia civil tenía que ocultar un secreto. Es también evidente la intención denigratoria y ridiculizante que hay en determinados usos retóricos de algunos nombres propios de catalanes. Me viene a la cabeza la delectación, de muy baja estofa, con que algunos pronunciaban y escribían el nombre de Narciso (Serra), mientras hacían correr chismes sobre su vida privada. O sea que es comprensible la reacción de Carod. Su problema, y lo que hace al asunto interesante, es que está basada en un uso de la onomástica y la toponimia pendenciero y absolutamente irracional.
La traducción de los nombres es un timbre de gloria. La traducción misma lo es. Sólo se traduce lo importante, lo querido y lo necesario. El bobo romanticismo dominante sostiene que hay palabras intraducibles, porque pretende demostrar que en algunas palabras hay una esencia inalcanzable, no meramente comunicacional o instrumental. Pero, naturalmente, todas las palabras pueden traducirse aunque no puedan reproducirse las peculiaridades fónicas del original o la traslación de sus connotaciones pueda requerir de explicaciones complementarias, como por lo demás las requieren muchos transportes culturales. Todo puede traducirse sin traición, incluido Josep Lluís. E incluido, por cierto, Apeles, que es el nombre del padre de Carod y el nombre, también, de uno de sus hermanos. Es porque todo puede traducirse que el viejo Apeles de Zaragoza pasó sin mayor trauma que la geminación hasta el joven Apel·les de Cambrils, en una operación difícil de comprender desde la argumentaciones zarzueleras. Hace décadas, en España, era corriente hablar de Guillermo Shakespeare o de León Tolstoi. E, incluso, en un ejemplo que me gusta mucho, por el hombre y por la ambición traductora, se hablaba de Alberto Londres. Lo requería la escasa convivencia con los idiomas extranjeros, probablemente, y en algunos casos, específicas dificultades de pronunciación. El paradigma de esas dificultades es muy moderno y data de cuando, recién fichado por el Betis un jugador yugoslavo llamado Hadzibegic, resolvieron en el acto llamarlo Pepe. Pero sobre todo lo requería el prestigio y la familiaridad. Todo eso que llevó a los habitantes de Yegen a llamarle Don Geraldo a su nuevo vecino Gerald Brenan.
El prestigio se ve aún más claramente en el caso de los topónimos. Un lacio y necio identitarismo ha puesto de moda el topónimo de Catalunya en los textos escritos en castellano. (Aunque, sin embargo, no se sepa bien por qué en las pancartas de la República del Barça no se lee "Catalunya is not Spain". Sólo puede ser porque lo sea, deduzco ahora a vuela pluma, al revés de lo que sucedería con Catalonia). Pero Catalunya es demasiado importante en el imaginario castellano como para no tener traducción. Al revés de lo que sucede con Parets. Como son importantes Firenze, New York y Antwerpe y no lo son tanto Arezzo, Maryland o Pussemange. Obviamente, la regla rige para el castellano y para cualquier otra lengua. Incluido el catalán, obviamente: que escribe Càdis pero Alcalá de los Gazules.
En su encaramiento Carod cometió otro error importante. Sostuvo que uno tiene derecho a elegir la forma en que le llamen. Eso, de tan obvio, resulta falso. Para empezar uno no escoge, habitualmente, su nombre. Está el propio caso de Carod. Le pusieron José Luís, y es probable que así le llamara también su padre, aragonés de Zaragoza. Un acto posterior de soberanía transformó José Luis en Josep Lluís. Pero el nombre de uno sólo está en boca de los demás, que hacen lo que quieren con él, a solas o en nuestra presencia. Por lo demás, la posibilidad de que uno responda o no cuando le llaman José Luís o cuando le dicen "Tú, ven aquí", depende de circunstancias.... férreamente extralingüísticas.
Nuestro hombre, por último, exigió que le llamaran Josep Lluís, pero eso es un imposible, y bien debería saberlo. Aunque bien es cierto que aquí estuvo más castizo y postinero que nunca al exigir, mientras henchía pecho, el mismo trato que al Suarseneguer. Obviamente, y como en el caso del musculado, nunca obtendrá más que un voluntarioso Chusepyuís. Y ahí llegamos, precisamente, al núcleo más cordial del mecanismo traductor: es obvio que en la adaptación onomástica hay también una prueba de respeto y la necesidad de evitar agresiones chapuceras desde la constatación de nuestra inexorable incompetencia fonética en la lengua de los otros. Traducimos (¡oh incomprensible paradoja!) para no ofender.
Te lo quito de la boca. ¡Quia!: bien sé que toda esta palabrería tiene los pies de barro y que no es que Carod exija que pronuncien su nombre en catalán, sino que no lo pronuncien en castellano. Pero alguna vuelta hay que darle a este oficio de tinieblas al que habremos entregado los mejores años de nuestra vida.
Sigue con salud

A."

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