Una pareja cogidos de la mano por la calle hace un bello contraste: ella es transparente como el cristal, él es negro como un teléfono.
Una anciana que debe tener, al menos, 90 años y que apenas puede moverse, deambula con un andador con 3 ruedas y un cesto, en el que lleva la compra del supermercado; el cesto rebosa y algunas bolsas cuelgan del manillar del andador; el autobús se para y la anciana comienza una operación imposible de subir al autobús, con el andador, la compra y su cuerpo menudo y cansado, casi vencido; el conductor observa la escena impávido y yo, desde dentro, me acerco a la puerta; entre unos viandantes que empujan desde fuera y yo que ayudo desde dentro conseguimos introducir a anciana y andador; ahora comienza un lento caminar por el pasillo, arrastrando el andador cargado, hasta que encuentra acomodo en un asiento; mientras, el autobús permanece en la parada; al llegar al destino, la operación de bajada me pilla lejos y es otro el samaritano que acomete la tarea inversa, de bajar del autobús a la anciana y su carrito; tras 2 ó 3 minutos, el conductor, impaciente, cierra la puerta que casi deja fuera al buen samaritano que, tras depositar su buena obra en la calle, intentaba reintegrarse al autobús.
Un chino gordo, con un sombrero de cuadros escoceses, dos tallas más pequeño que su cabeza, de la que cuelgan unas greñas que asoman bajo el sombrero.
Un perro rastafari.
Otra anciana que se baja de un taxi en una calle de una zona muy elegante. Ella es menuda y porta un bastón en el que apenas se apoya, a pesar de que parece mantenerse milagrosamente en pie. El taxista, un joven negro, la acompaña a cruzar la calle, pero termina su trabajo a mitad de la calzada. La anciana recorre la otra mitad con andar precario y sin contratiempo. No hay tráfico en la calle. Al final de la calzada inicia la difícil tarea de subir a la acera. Desecha la ayuda del bastón, se apoya en un coche allí aparcado y consigue finalmente encaramarse a la acera.
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