viernes, 29 de abril de 2022

PARA ´THE WASHINGTON POST’ ESPAÑA ES FRANCOLAND

El influyente diario de la capital norteamericana publicó ayer una entrevista con el Vicepresidente de la Generalidad de Cataluña, Jordi Puigneró, a propósito del presunto espionaje a políticos separatistas, en la que, entre otras preguntas, le formula la que transcribo a continuación, junto con la respuesta del político catalán:

Pregunta: “¿Suscita esto preocupaciones especiales debido a la historia española del autoritarismo y el espionaje interno durante la era franquista [de 1939 a 1975]?”

Respuesta: “El régimen español tiene que pensar a dónde quiere ir en el futuro. ¿Quiere volver a algunas de las prácticas más cercanas a una dictadura? España no es una dictadura, pero está claro que hoy en día no es una democracia plena. Está en sus manos corregir eso y realizar una investigación profunda. No es aceptable en una democracia plena espiar a los políticos de la oposición. Ese es un caso similar al de Watergate".

El periodista podría haberse ido hasta la Guerra de Cuba. O ya puestos, hasta Felipe II, la Inquisición, la expulsión de los judíos… Y no habría desentonado del discurso habitual de los medios anglosajones, lleno de prejuicios antiespañoles o antihispánicos, en general. Este sesgo cognitivo impregna insidiosamente el mainstream intelectual (políticos, periodistas, universidades…) de muchos países occidentales. Pero su aprovechamiento por el separatismo catalán se ve favorecido por una curiosa elusión o reserva mental. El periodista norteamericano se refiere a la historia española de autoritarismo de 1939 a 1975, como si Cataluña no formara parte de la misma. Como si una buena parte de los separatistas de hoy no fueran los herederos de quienes recibían calurosamente a Franco en su visita a Barcelona y se beneficiaron durante decenios de la política económica de la dictadura.

Los gobiernos españoles nunca han hecho gran cosa, si es que han hecho algo, para contrarrestar este antipático fenómeno, tan perjudicial para los intereses nacionales de España. Una de las razones hay que encontrarla, desde luego, en el hecho de que una parte importante las élites intelectuales españolas participan de esta negra visión de nuestra historia. En todo caso, contrapesar la leyenda negra que arrostramos es un empeño que fácilmente conduce a la melancolía.

Otra cosa es la deslealtad hacia España de las élites políticas, especialmente las catalanas, aunque no solo. Es evidente que la libertad de expresión ampara todas las manifestaciones antiespañolas a las que nos tienen acostumbrados. Pero eso no quiere decir que tales conductas no deban merecer determinadas consecuencias políticas. El gobierno y el parlamento españoles no deberían tratar igual a las regiones leales, que a aquellas que votan repetidamente por opciones políticas cuyos dirigentes dedican tiempo e ingentes recursos públicos a denigrar y desprestigiar a España y a los españoles en el extranjero.

En todo caso, los políticos separatistas no están midiendo adecuadamente las consecuencias de una deslealtad tan alevosa, tan infame e ingrata y ejecutada con tan mala fe. Debieran reparar en el resentimiento que están generando en amplias capas de la sociedad española y los efectos que acabará teniendo sobre Cataluña, incluso en caso de independencia. Me atrevería a aconsejarles, como suele decirse, que dejen de desearla tanto, no vaya a ser que la consigan. Si llega ese momento, la opinión pública española exigirá a su gobierno y a su parlamento el establecimiento de unas condiciones para la independencia que pueden hacer inviable la propia Cataluña. Yo sí lo haré, si llega el caso.


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